El congreso del PSOE
EL PSOE inaugura hoy su 30º congreso en ese clima de generalizada indiferencia que suscitan las asambleas partidistas, cuyo desarrollo y resultados -incluidas las discusiones y las discrepancias- se hallan inscritos en el guión previo. Los porcentajes de las minorías pueden variar en función de los aciertos oratorios de sus portavoces, de las torpezas inútiles de los delegados oficialistas o de los deseos de la dirección de que no se repita la grisácea unanimidad de los dos anteriores congresos. Pero resulta difícil dudar de que los dados ya, están echados y de que la famosa ponencia de síntesis será respaldada por una mayoría suficiente de delegados. Están ya muy lejanas -aunque sólo nos separen ocho años- las agitadas sesiones del 27º congreso, cuando el PSOE emergía de la ilegalidad con pocos militantes activos, bastantes sueños ideológicos y grandes esperanzas políticas. Y también parecen muy distantes -pese a que hayan transcurrido únicamente cinco años- las abigarradas estampas del 28º congreso, donde la terapia de, grupo, la inmadurez ideológica y las maniobras de pasillo estuvieron a punto de hacer estallar por los aires al partido socialista.Felipe González ha definido en algunas ocasiones ese período como el traumático ajuste de la acumulación ideológica de los tiempos de la clandestinidad y la oposición a las necesidades de una política realista, orientada a la conquista del poder mediante una desahogada mayoría electoral. Desde ese punto de vista, el secretario general del PSOE -y hoy presidente del Gobierno- puede sentirse plenamente satisfecho, como también quienes estimen que un partido socialista puramente testimonial, rebosante de verbalismo revolucionario y aferrado a mitos decimonónicos disfrazados de ropaje científico hubiese servido únicamente para que la alternancia democrática en el poder fuese sólo una posibilidad abstracta. Pero el PSOE ha pagado un sobreprecio de realismo político en sus tratos para desembarazarse del lastre ideológico del pasado.
El 30º Congreso del PSOE se abre, así, con el espectacular balance de un partido que emergió de la clandestinidad en diciembre de 1976, que sufrió una convulsión casi aniquiladora en mayo de 1979, que cerró administrativamente sus heridas en septiembre de ese mismo año y que obtuvo la mayoría absoluta de escaños y 10 millones de votos en octubre de 1982. Es lógico y hasta comprensible que los socialistas se vuelvan, casi maravillados, sobre ese prodigioso y rápido recorrido, que empiecen a construir sus propias leyendas sobre el éxito de esa corta marcha y que se preocupen fundamentalmente de adoptar las medidas pertinentes para que el poder conquistado no se les escape. Sin embargo, los ciudadanos, especialmente los votantes del PSOE, albergan todavía la esperanza de que los militantes socialistas, cuyo número apenas rebasa el 1% del total de sus electores, encuentren algún espacio para abandonar el triunfalismo y para realizar reflexiones críticas sobre sus insuficiencias, errores, defectos e incumplimientos a lo largo de los dos últimos años.
A esa orientación, presumiblemente autocomplaciente, puede contribuir, también la circunstancia de que los delegados representan a miles y miles de militantes que desempeñan hoy cargos representativos y remunerados o que trabajan para la Administración central, las comunidades autónomas, las diputaciones, los ayuntamientos y las empresas paraestatales. Sin dudar de la capacidad de entrega y de la honradez de esos afiliados que ahora ocupan el Estado, los problemas se ven de forma muy distinta desde la sociedad que desde la Administración. Las peticiones de sacrificios a los trabajadores de las empresas en crisis o las exhortaciones a la paciencia macroeconómica dirigida a los parados no suenan igual cuando se escuchan en un despacho ministerial que cuando se oyen en la calle. Y, con todo, hay materias candentes para que los pactos de silencio o los intercambios sosegados de discrepancias no puedan cubrir por entero las sesiones del congreso.
El giro adoptado por el Gobierno en política exterior, especialmente en lo que concierne a la Alianza Atlántica; la destrucción de puestos de trabajo, en contraste con la promesa de crear 800.000 nuevos empleos, y el papel subalterno de la UGT, desplazada de cualquier protagonismo en beneficio de las organizaciones empresariales, pueden suscitar debates algo más que convencionales. También el desastre de la televisión pública, el fracaso de los socialistas en las elecciones de Cataluña y del País Vasco, la dimisión de Escuredo como presidente de la comunidad autónoma andaluza, el escándalo del Gobierno regional murciano, los caprichos recaudatorios de Leguina y los vaivenes de la política autonómica del Gobierno parecen obligar a una refexión global sobre el proyecto socialista. Por último, el escaso respeto por las garantías constitucionales que determinadas actuaciones del Ministerio del Interior han mostrado que pueden encontrar críticas en el congreso, pese a que el dirigente de Izquierda Socialista, el diputado Pablo Castellano, no dudó en avalar el engendro de la ley antiterrorista. Un congreso, en definitiva, que se presenta como no tormentoso, pero sólo a base de ignorar la realidad que le rodea.
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