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La soledad de Morris

Puede verse el fantasma horrible de Oliverio Cromwell paseando, con una cuerda al cuello, por el parquecillo de Red Lion Square; lo que pasa es que hay que tener paciencia. Cerca, hacia el Norte, cruzando Theobald's Road, hay otra plaza llena de fantasmas: Queen's Square. Miles de personas han muerto allí, en el Hospital Italiano, el Homeopático, el Infantil y algún otro, y sus almas en pena se han convertido en palomas regordetas a las que echa migas otro fantasma ilustre, siempre sentadito a la puerta de la iglesia de San Jorge: el de Thackeray. A veces, creo, se une a él otro espíritu barbudo, que viene caminando desde Great Ormond Street recogiendo las hojas de los tilos; es el de William Morris, que trae noticias de ninguna parte. No creo que sepa que una cosa llamada el MOPU ha dedicado una exposición impensable en Madrid. Anduvo Morris por allí unos años, por ese barrio viejo del burgo de Holborn en el que inevitablemente viviría también Virginia rodeada de sus acólitos líricos y fabianos, pintando flores muy parecidas a las que Morris estampaba en sus papeles y sus telas. Pero la verdad es que le gustaba más el campo, la humedad dulce de Kelmscott Manor, esos atardeceres al sol, el sexo tibio en los pajares o en las hondonadas, entre los pinchos de las zarzamoras y el olor de las sólidas frambuesas. Vaya, que, como muchos -como Orwell, by the way, ya que estamos en su año-, aquel Morris fue un socialista solitario, que acabó hasta la nuca de la urbanidad igualitaria e industrializada, de los grandes planes, de los poderosos de gabinete, de los doctrinarios y de los aparatchiks. Si todo le hubiese salido bien, Morris habría prohibido que se inventaran MOPUS, ya ven ustedes las vueltas que da la vida.

En 1890, la revista Commonweal, que era el órgano de la Liga Socialista, publicó la primera versión de News from Nowhere, la última de las utopías decimonónicas. He aquí que el siglo XX -cuenta Morris- se abre con la victoria de los humildes y el establecimiento de un encantador mundo socialista, floreado y descontaminado. Pero sólo un año más tarde, en 1891, apareció una segunda versión de la historia y Morris había perdido, el hombre, mucha fe: la rebelión se retrasaba hasta 1952. También como Orwell, William Morris se sintió desconcertado y ofendido por la realidad, una realidad semisocialista, repleta de pensiones para los viejos y de incipientes sindicatos paternalistas que acabarían en, el condescendiente laborismo. El mundo cambiaba, claro, pero no hacia la justicia campestre, sino hacia la tecnocracia izquierdosa -no izquierdista-, proclive a las reuniones en salas cerradas, los planes urbanísticos, los seguros de enfermedad y la burocracia. Las formas secundarias del socialismo triunfaban: ni al Times se le ocurría que la única solución al viejo problema estaba, a esas alturas, en matar de hambre a los trabajadores o fusilarlos tranquilamente. Pero las formas esenciales del socialismo se extinguían en los pactos y William Morris -otra vez como Orwell- era uno de esos hombres para los que un pacto es siempre una bajada de calzones.

Vamos a ver qué ha quedado de Morris. Yo también he vivido, unos años, cerca de Queen's Square, al final de Great Ormond Street, junto a la sombra de aquel hombre. Había -ya no existe- una tienda graciosa en la esquina de Great Ormond y Lamb's Conduit en la que vendían cerámica presuntamente popular, flautas turcas, posters melancólicos llenos de floripondios art nouveau, lindas cajas de hierbas, canicas de cristal y efímeras estatuillas de jabón representando purísimas cópulas entre faunos y colegialas...

El pobre Morris se quedó convertido en eso, en lejano predicador cuya voz, a lo mejor, suena todavía en los últimos reductos hippies, con una sorda desesperación que trata de ocultar el aroma del sándalo encendido. Pero aquello que soñó hasta consumir en el sueño su vida, el mundo mejor de los cuentos, fue aplastado sin misericordia por ejecutivos y planificadores, por negociantes y expertos, por funcionarios y portavoces. Nos hemos puesto gordos. Pero acaso convenga recordar por última vez a Orwell -por última vez de verdad- cuando decía que dentro de cada hombre gordo hay un hombre flaco que clama por su libertad.

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