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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una timba en cada esquina

JUGAMOS como locos. Dicen los sociólogos que es un problema propio de países donde hay ricos muy ricos y pobres muy pobres -esquema simple del subdesarrollo-; aquéllos, porque la emoción de su vida es el dinero, y mezclarlo con el azar les entusiasma; éstos, porque la única vía hacia el posible desahogo está, precisamente, en el azar, puesto que las regulaciones y las normas de su vida, la impermeabilidad de su clase social hacia el ascenso, no les permiten otra salida. El juego de los ricos muy ricos, y también de los medianos, va hacia los casinos y está suficientemente regulado; el de los pobres, aparte de la tradición antigua de la lotería y la moderna de las quinielas, se desangra en las máquinas tragaperras que cantan su canción de sirenas en el bar. Las hay que se han llevado entero un subsidio de paro, un jornal o la paga de la esposa asistenta. Está, además, el tema de los menores, reglamentado, pero no suficientemente vigilado: quizá porque sea imposible. Pero ante la máquina, la esperanza del diluvio de monedas y la idea de que los grandes premios se repiten en cadena -como una burla de la electrónica hacia las disposiciones reguladoras de máximos y mínimos-, la resistencia del jugador se derrumba. La pequeña tragedia se produce en un momento.Como el Gobierno también es pobre, y es el jugador que siempre gana en esta timba, se resiste a moderarla o a encauzarla. Entre 1977 y 1982 el Tesoro ha multiplicado por cinco, en pesetas corrientes, sus ingresos por este concepto. Se trata, por supuesto, de recaudaciones exclusivamente referidas a los juegos autorizados, bien sea porque la Administración los explote en régimen de monopolio (como la lotería), o porque la legislación establezca las tasas a desembolsar por las sociedades privadas que disponen de la correspondiente licencia. Hay algunas cifras, insuficientemente verificadas, según las cuales el Estado -dejando aparte el dinero de las quinielas y de los cupones de la Organización Nacional de Ciegos Españoles (ONCE)- recaudó durante 1982 por impuestos de juego unos 125.000 millones de pesetas, de los que unos 75.000 millones corresponderían a la lotería; unos 43.000 millones, a los bingos, y unos 5.000 millones, a los casinos. Se desconoce a ciencia cierta, sin embargo, el rendimiento de las 400.000 o 500.000 máquinas instaladas en toda España, concedidas por medio de unas 50.0010 licencias legales. No en vano se dice que el número de las máquinas ilegales duplica al oficial. Los fabricantes y explotadores alegan, a su vez, que, con independencia del dinero que entregan al Estado, han creado unos 50.000 puestos de trabajo y han permitido el renacimiento de algunos pequeños establecimientos destinados al cierre y que han salido a flote gracias a los beneficios que les dejan esas máquinas.

Quizá los datos sean interesados, confusos y poco exactos, pero todo este complejo hay que tenerlo en cuenta. No parece que nuestro país dé tanto de sí como para convertir cada ciudad en Montecarlo; cada aldea, en Las Vegas. Los adultos son los adultos y saben lo que se juegan, según el dicho paternalista, aunque muchas veces la realidad no sea esa. Se juegan lo que no pueden para obtener lo que nunca conseguirán, y en todo ello hay un espejismo que el Estado ayuda a sostener. Se repite, una vez más, la inmensa paradoja del alcoholismo, que el Estado sostiene para obtener elevados impuestos -cada cirrosis es un tesoro para las arcas-, pero que al mismo tiempo le cuesta a la colectividad salarios perdidos, disminución de la producción y gastos de Seguridad Social.

Las timbas del Círculo de Bellas Artes y los anejos privados de algunos de sus empleados, tradicionales en la historia castiza de Madrid, han sido clausuradas recientemente con escándalo público, operaciones policiales y publicidad considerable. No dejaban dinero al Estado; eran ilegales. Pero se mantienen las timbas de cada esquina. La autorización del juego era una vieja reivindicación y se ha conseguido, pero su conversión en plaga es otra cuestión. El juego debe tener reglas más precisas que las existentes, y, sobre todo, esas normas han de ser cumplidas. Sólo las actitudes puritanas pueden negar la conveniencia de que existan casinos y centros especializados de recreo bajo control legal en ciudades y pueblos, proporcionales a su número de habitantes. Sin embargo, comienza también a surgir la sospecha de que en este territorio hay una frontera que estamos comenzando a traspasar, con peligro para la sociedad y los individuos que la integran.

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