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El compromiso filosófico, de una generación

Jaume Lorés, excelente escritor y teólogo, tiene la rarísima capacidad en sus artículos de Prensa de atrapar el hilo fino de una historia generacional que nos antecede, destacando con extraña pulcritud sus anécdotas más relevantes. Estirando ese hilo nos lleva siempre a un horizonte de meditación libre y profunda que, aunque generalmente sólo insinuada, actúa sobre el lector como principio mayéutico. En uno de sus últimos artículos, titulado La filosofía 'pública' catalana, traza con espléndida precisión las sucesivas maneras de comprender el compromiso por lo que respecta a los intelectuales de posguerra. Con referencia particular a la filosofía, muestra el pasaje del compromiso religioso al compromiso político de las nuevas generaciones que tuvieron durante las décadas de los cincuenta y de los sesenta su protagonismo mayor. Por último, indica que hoy, con el vaciamiento progresivo de aquellas creencias o ideologías que daban a la filosofía, vía religiosa o política, su sustentación, se corre el riesgo de entronizar un puro compromiso formal con lo que pueda tener la filosofía de ejercicio de erudición universitaria, algo así como un huero compromiso académico plenamente descomprometido con Ideas (la mayúscula es mía) o con creencias (en sentido orteguiano). He resumido mal el rico y profundo análisis de Lorés. Pero lo que de él me importa subrayar es que, al final de su artículo, sugiere la vía por donde ya discurren las nuevas generaciones filosóficas en sus individualidades más relevantes, vía difícil, espinosa, llena de escollos e incomprensiones, ya que lleva el compromiso al núcleo vocacional mismo que hizo de alguien un filósofo en ciernes, a saber, el compromiso filosófico: "El compromiso político de los filósofos", señala Lorés, "ya superado históricamente, no ha de ser sustituido por el puro y formulario compromiso académico, sino por el arriesgado compromiso filosófico que consiste, en parte, en atreverse a enseñar a la luz pública fragmentos de una filosofía que no tiene por qué ser privada eternamente".Personalmente, siempre he pensado que el núcleo orientador de toda creación filosófica valedera se halla ahí, en ese compromiso filosófico tan certeramente constatado por Lorés. Creo también que sólo a través de un conocimiento profundo y detallista de algunas de las más relevantes piezas de la historia de la filosofía es posible fecundar el proyecto y la palabra filosófica propia con la avivada memoria de la filosoflia en su historia. En este sentido he practicado siempre esta forma de reminiscencia que me da el sentido, hoy, de una tarea académica y universitaria. Desgraciadamente, en nuestro ámbito hispano, incluido el catalán, priva en medios universitarios el rito vacío y el culto a la letra sin espíritu en lo que respecta a esos ejercicios vivos de memoria histórica. Priva, en realidad, la carencia, la ausencia más desconsolada de trabajo académico. Las propias excepciones, que las hay, no hacen sino revelarlo. El carácter heroico de quienes buscan una erudición fecundada en memoria viva se prueba en su marginación respecto a quienes, sin compromiso filosófico alguno, tampoco les importa medularmente la historia de las ideas, si no es acaso como parcela de poder y como ridículo signo de identidad. El escándalo, cada vez más frecuente, de profesores de universidad que cifran todo su proyecto de existir en el enrarecido aire de los medros del escalafón, so pretexto de haber trabado alguna vez, alguna remota vez, contacto erudito con algún filósofo del pasado, grande o pequeño, hincando sobre el cuerpo muerto del venerable padre fundador una bandera o una mascota que señala propiedad privada, monopolio, constituye uno de tantos síntomas reveladores de que nuestra Universidad debe ser renovada material y moralmente.

Por eso se hará siempre difícil la inserción de quienes creen que la filosofía es vocacional en un mundo de barbarie (para seguir citando, como estos días está mandado, a Ortega) en el que impera más la parcela fragmentaria del especialista que la visión propia susceptible de elaboracion en una Idea filosófica verbalizada. En nuestro país ni siquiera poseemos ese especialismo rígido y atomizado que, con ser defectuoso, puede acaso propiciar nuevas aperturas hacia el terreno de las síntesis provisionales. Por eso nuestra tarea generacional, la de quienes comenzamos a cruzar el ecuador de los 40, es ímproba: a la vez propiciar nuestra propia Idea filosófica, nuestra palabra filosófica propia; y contrastarla con una nigurosa y, si quiere decirse así, académica memprización de la tradición histórica de la filosofía. En lo que respecta a mi propia Idea, avanzaré lo que desarrollo con sumo detalle en un libro que aparecerá el próximo otoño y se llama Filosofía del futuro. Esa palabra es, en mi propio vocabulario, recreación. Aplicada a la filosofía, entiendo mi propia concepción como una recreación (en el multívoco sentido del término) de algunos hitos fundamentales del pasado filosófico: variación en clave nueva de temas platónicos, hegelianos, nietzscheanos.

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Y en esta aventura bifronte no me veo, por fortuna, solo. Ni me siento en soledad respecto a esa necesaria interiorización -profundamente moral- del compromiso en dirección al corazón vocacional de donde brota la filosofía como palabra o escritura. Recientemente he leído, con retraso, el excelente análisis de Fernando Savater del trágico compromiso del héroe con su aventura (individual) y con su tarea (colectiva). Algo heroico es, en efecto, el compromiso inmanente con la filosofía. Digo inmanente para despejar, de una vez, malentendidos respecto al término engagement. El filósofo, desde sus Ideas, deriva sus propios compromisos mundanos, cívicos. La relación es, desde luego, dialéctica, ya que sus propias Ideas tienen su estímulo en la realidad convivencial y generacional propia. Pero su compromiso estriba en elevar, sin prisa pero sin pausa, un destilado de Ideas problemáticas fundadas en la perspectiva generacional y convivencial de la que procede, con vistas ciertamente a revertir en esa realidad su elaboración, fecundándola, de modo que su palabra sea algún día palabra ciudadana. No puedo yo, inmerso en mi propia elaboración, distanciarme lo suficiente de mí mismo y de mis compañeros de generació n hasta poder decir qué nueva imagen o perspectiva dota de indudable novedad a lo que se está llevando a cabo en la filosofía española por quienes bordeamos ahora la cuarentena. Pero sí puedo afirmar que es, acaso, esa interiorización del compromiso lo que, a mi modo de ver, podría diferenciarnos. A menos que nos dejemos llevar por algún canto de sirenas que distrajera nuestra fiebre potencial, aquella que nos llevó a elegir como aventura y tarea propia la filosofía. Por eso siempre interpretaré de un modo dialéctico y espiritual (nunca literalmente) palabras como aquellas con que melancólicamente se despide Savater del género ensayo filosófico al principio de su mentado libro, o bien los excursus políticos, o por la vía de la acción de mi buen amigo Xavier Rubert de Ventós. Quizá sea preciso el extravío, como bien sabía Hegel, para retornar, experimentado y curtido, a la propia tierra natal. Lo cual es siempre, para un filósofo, la verdad. Verdad desde luego pragmática pero, no se olvide, preferentemente meditativa y contemplativa. Y,que debe germinar en Ideas propias susceptibles de despliegue extenso e intenso, por vía oral o de escritura.

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