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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una aurora helada

LA AURORA glacial del 83 nos deja entrever un mundo desconsolado por la acumulación de problemas sin redención posible y con el gran miedo del rearme. La correspondencia o el cruce de estas dos sensaciones primordiales -decepción y miedo- es considerable. Los acontecimientos que se producen de una manera fulgurante terminan en la sordidez: nadie puede pensar en la restauración de ciertas libertades y ciertos principios de pacto en Polonia más que como la resignación a la pérdida de una esperanza; en las negociaciones de paz en Líbano, más que como la consecuencia de unas matanzas, una invasión y un dictado; en el final de la guerra de las Malvinas, más que como la perpetuación de una injusticia histórica que ni siquiera ha servido para la fuga y el castigo de quienes utilizaron el cebo nacionalista para arruinar más a un país al que aherrojan y torturan. Si se apunta una solución pactada para Afganistán será a costa de asegurar como se pueda el régimen no deseado de Karmal, y en Pakistán, el tampoco deseado de Zia. El comunismo está muerto, pero las momias de la plaza Roja siguen inmovilizando los pueblos; las dictaduras de Latinoamérica se disuelven lentamente, pero sus perpetradores aún entreveran el poder de los países que han arruinado hasta el último extremo y donde la justicia social apenas puede instaurarse porque no hay nada que repartir. El enorme dinero del petróleo baña de oro a los jeques sin redimir a los pueblos islámicos, que apenas ven en el pellejo viviente de Jomeini algo más que una revolución sin fin, una sangre que no acaba. Israel se convierte en un Estado militar, en un guerrero rígido y alucinado, que ni siquiera gana su seguridad. El desarrollo del capitalismo ha llegado a un punto en el que engendra un paro incesante, una reducción constante de los niveles de vida, una resurrección de la guerra de clases.En medio de toda esta decepción de lo que quizá se para pero no se resuelve está el peligro mayor del rearme. Por encima de las negociaciones inconexas saltan cada día los guarismos de cantidad y calidad de las nuevas armas. Todavía no hemos llegado a ese punto previsto por las novelas de anticipación en el que las armas deciden por sí solas y hacen las guerras por su cuenta., Quizá sea un estadio deseable: se empieza ya a tener más confianza en la automatización, se empieza a ver más conciencia en el computador que en los hombres que disponen de las armas. Ya empezamos a saber que la microelectrónica doméstica es más segura, más racional y más prudente en nuestros hogares que nosotros mismos; quizá llegue a ser así en la escala internacional. Hasta ahora, las armas nos están arruinando moral y materialmente; han destrozado simultáneamente nuestro nivel de vida y nuestro orgullo humano de inventores; dan un tono determinado a nuestro futuro. Ya no se cree -aunque se repita- que la abundancia de armas pueda dar mayor seguridad: se sabe que nunca habrá equilibrio, que cualquier opción cero de cada parte será considerada como agresiva por la otra. El viejo pleito ideológico de las dos naciones, o de los dos mundos contrapuestos, ha perdido hoy todo sentido ideológico, toda ideación de futuro redentor de la humanidad, y no queda más esqueleto visible que el de la guerra por sí misma; no ya como el imaginario, supuesto y evidentemente falso paso hacia adelante con el que hacían las guerras nuestros antepasados, incluso los más próximos, sino como una especie de inutilidad mortífera.

Por estas raíces del miedo y del desconsuelo trepa el oscuro felino del milenarismo, del sentido de la destrucción de nuestras civilizaciones y de la condena de nuestra descendencia. Aparecen otra vez profetas con mitras o turbantes, augures, predicadores. Los savonarolas de la televisión brotan en nuestros hogares a la hora de lo que antes se llamaba reposo y que ahora es una vigilia inquieta, asustadiza.

No ilumina otra cosa la dudosa luz del dudoso alba del año nuevo. Entre otras cosas, porque no hay año nuevo: estamos en un continuum en una larga alfombra que se desenrolla bajo nuestros pies, sin más final visible que un corte, abriendo un camino que no sabemos bien dónde nos lleva. Pueden observarse, eso sí, movimientos de reacción. Los pacifismos, los intentos de renovación, los intentos de reconstrucción de la naturaleza, los rechazos populares al conservadurismo de los poderes -de izquierda o de derecha-, aun no estando exentos de profetismo y todavía de inseguridad en sí mismos, son algunos de los valores positivos que se han introducido en las sociedades. Hay una reaparición de la ética, que había ido siendo desestimada por un pragmatismo o un cinismo, hay una nueva lucha por los derechos humanos generales y por los específicos (los de determinadas minorías o segmentos de las sociedades) que va sustituyendo al abandonismo de años pasados. Podrían ser el principio de un nuevo ciclo, de lo que podríamos llamar un regeneracionismo a escala universal. No va a ser este año el suyo; pero sí puede ser el año en que se refuercen, se aseguren, armen nuevos territorios. De todo ello puede salir algo: si se le deja tiempo.

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