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El puente imaginario o la otra cara del vacío

Tan recios e indiscutibles son los vínculos históricos y culturales que nos unen a América Latina, como indudable es nuestra pertenencia y vocación europeas. Constatación obvia que comporta, sin embargo, una verdad a medias, es decir, una flagrante mentira, por lo menos mientras no se ponga de manifiesto la carga conflictiva que conlleva esta doble pertenencia.Si ponemos en relación la profundidad de los vínculos con el grado de presencia institucional de España en América, salta a la vista una descomunal divergencia. Cierto que no cabe infravalorar estos lazos, pero tanto mayor es nuestra rabia o desconcierto al comprobar que España, como voluntad política, potencia económica o espejo cultural, está muy lejos de ocupar en América la posición que correspondería a tan señaladas raíces comunes.

No menos problemática es nuestra relación con Europa. Somos parte de esa periferia europea que se define justamente por su empeño de ser Europa sin conseguirlo plenamente.

Nuestra historia contemporánea, como la de otros países de la periferia europea, se ha caracterizado por las tensiones y luchas entre tradicionalistas y europeístas. Después del casticismo franquista, el europeísmo de la transición. Pero no se olvide que, desde que existe la modernidad europea, es decir, desde el siglo XVIII, en España los europeizantes somos minoría, aunque minoría creciente, atenazados siempre por un feroz casticismo envolvente. A poco que nos descuidemos, rebrota triunfante de sus cenizas.

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En los dos últimos siglos, el único programa concebible se resumía, y se resume, en la europeización de España. No ha habido en este punto ningún otro aporte. Debería dar que pensar un afán que se mantiene tanto tiempo sin lograr cuajar, ni quedar sustituido por otro. Nada se entenderá de nuestros problemas actuales, y sobre todo futuros, sin dejar constancia clara que, más que Europa, somos el empeño de llegar a serlo.

Nuestra relación con Europa es, por lo pronto, tan problemática como contradictoria la que mantenemos con América. Las dos coordenadas que darían sentido a nuestro quehacer histórico no sólo levantan fundadas dudas en su dimensión bilateral -España-Europa, España-América-, sino que cada vez resulta más acuciante la pregunta sobre su compatibilidad. ¿Podemos acaso seguir por más tiempo proclamando nuestra doble vocación europea y americana -el tópico más generalizado, para hacer todavía las cosas más difíciles, incluye una tercera, la árabe-, como si no fuéramos bombardeados en los últimos años, en los últimos meses, por multitud de acontecimientos que necesariamente nos obligan a reconsiderar no pocos supuestos? ¿Se puede hoy continuar definiendo el objetivo máximo de la política exterior de España, como el esfuerzo por "la armonización de intereses iberoamericanos, europeos y árabes", como lo hacía el presidente Suárez en abril de 1977? ¿Acaso no es no ya locura quijotesca, sino simpleza irresponsable, proponerse como meta la cuadratura del círculo? Vivir razonablemente, y cuanto más hacer política, implica elegir arriesgando, no aspirar neuróticamente a todo, para lamentarse luego de la triste suerte que nos deparó el destino.

Propio de un pueblo a la búsqueda de identidad -no sólo no sabemos a ciencia cierta en qué proporción somos Europa, sino que, por no saber, ni siquiera si formamos una o varias naciones- es construirse una imagen de sí y de su puesto en el mundo que poco tiene que ver con los datos de la realidad. Ahora bien, con semejantes fantasías puede hacerse todo, menos política.

Nada tiene de extraño que la falta de una política exterior -y es falso que sólo las grandes potencias pueden permitirse el lujo de tener una política exterior- se rellene con la idea paranoica de la conspiración internacional, que habría impedido sistemáticamente que ocupemos el lugar en el sol que había elegido nuestro engreimiento.

Uno de los hechos de mayor alcance y que menos se menciona, ya que, al parecer, ni siquiera se echa de menos, es la carencia de una política exterior española, antes y después de nuestra última guerra exterior con Estados Unidos. No es que hubiéramos sido neutrales hasta la precipitada entrada en la OTAN. La neutralidad es también una política; nosotros no teníairnos ninguna, a no ser que por tal se entienda algunas fantasías sobre vocación imperialista, americanista o africana. Hay un pueblo hispánico del que tendríamos mucho que aprender a este respecto, consumado maestro en la política internacional, dentro del margen limitado de sus posibilidades. Me estoy refiriendo, naturalmente, a México.

Vale la pena preguntarse por las características de una clase dirigente que no sólo sabe vincular sus intereses de clase a los nacionales, sino incluso estructurarlos en una política exterior consecuente. En el siglo XIX, qué duda cabe que la clase dirigente británica dio en estos dos ámbitos lecciones magistrales, mientras que la alemana, reducida a su perspectiva interna, al estar obligada a dejar en manos del kaiser el juguete de la política exterior, condujo al país a la catástrofe. En los siglos XIX y XX, los españoles no hemos conocido ni una clase dominante capaz de vincular sus intereses específicos a los de toda la nación, ni otra política exterior que la que se deriva de buscar apoyos externos para la sobrevivencia partidaria más estrecha y mezquina.

En el momento en que el restablecimiento de la democracia permite albergar algunas esperanzas respecto al viejo objetivo de europeizar a España, la falta de una política exterior, más aun, la incapacidad de pensar en términos de política internacional, nos puede deparar en el futuro las más desagradables sorpresas. Europeizarse no puede significar, como parecen creer algunos insignes políticos de la derecha española, someterse sin comentario a los intereses de las potencias hegemónicas de Occidente, sino llegar a tener como ellos, entre otras muchas cosas, una ciencia y una tecnología propias, además de una política exterior con objetivos nacionales coherentes, realistas y, de algún modo, coordinados.

La teoría del puente entre Europa, América Latina y el mundo árabe que nos han soplado al oído algunas potencias amigas, no aguanta el menor análisis crítico, como no sea que esta función de puente se reduzca a representar los intereses occidentales en estas partes del mundo. En los conflictos serios, ya ni Estados Unidos, con todo su poder, aunque en franco descenso, logra esta función de puente, incluso entre dos aíses aliados de su esfera de influencia. Definir el objetivo de la política exterior española como la construcción de un imaginario puente entre Europa, América Latina y el mundo árabe, a la hora de las guerras de Líbano y de las Malvinas, significa desistir a establecer prioridades específicamente nacionales, es decir, ni más ni menos que renunciar a una política exterior española con todas sus consecuencias, ocultando, eso sí, esta carencia gravísima con una retórica falsamente universalista y, nunca mejor dicho, hasta pontifical".

Nada urge tanto como un amplio debate sobre la política exterior española que tenga la virtud de mostrar, primero, los objetivos prioritarios específicamente españoles; segundo, la forma como se solapan con los objetivos de las potencias hegemónicas de Occidente; tercero, la posible incompatibilidad entre la vocación europeísta y la americanista.

Este último tema, de importancia crucial para nuestro desarrollo histórico, precisa de un detenido estudio de cara a las negociaciones con la Europa comunitaria.

Pero nada también es tan seguro como que no se produzca este debate: por una parte, las clases dirigentes españolas, ape nas salidas de un provincialismo egoísta, ni están capacitadas ni sienten la necesidad de definir una política exterior propia; por otra, los fuertes intereses exter nos que convergen en la Península Ibérica disponen de los medios suficientes, bien para bloquear cualquier discusión pública, bien para manipularla de tal forma que resulte irreconocible. Buena prueba ha sido el debate inexistente que precedió a la entrada de España en la OTAN, a hurtadillas y llevada a remolque, experiencia que se repetirá con la entrada de España en la Comunidad Europea, que, al parecer, nadie cuestiona y, por tanto, tampoco nadie prepara posibles modelos alternativos para el caso que fracasen las actuales negociaciones.

Ahora bien, unas negociaciones, en principio indiscutidas, llevadas a cabo de espaldas a la opinión pública, que en este caso incluye al Parlamento, sin grupos de trabajo que preparen soluciones alternativas, están condenadas a tener éxito, es decir, a que terminemos por entrar en las condiciones que dicten los intereses foráneos. Algún día el pueblo español descubrirá horripilado el precio de no haber tenido polítia exterior a tiempo.

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