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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los engaños del desarme

"No SERE el primero en disparar", dice Breznev con una frase que recuerda las del bueno en las películas del Oeste. La oferta del presidente soviético, leída por Gromiko en una de las sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas en su reunión especial sobre el desarme, pide una reciprocidad de Estados Unidos: las dos grandes naciones nucleares se comprometerían en "esta obligación clara y precisa" -dice Breznev- de no utilizar ninguna de las dos en primer lugar (y, por tanto, nunca) las armas nucleares en Europa. La oferta es menos clara y menos precisa de lo que se pretende. Reagan no la acepta y la desmonta a su manera: tras ese compromiso, la URSS podría lanzar una guerra convencional contra Europa, segura de que no habría disuasión nuclear, e invadirla fácilmente, dado el impresionante número de sus soldados. La aceptación supondría que Estados Unidos retirase su paraguas nuclear de Europa, que quedaría inerme. Todo ello parece envuelto en un infantilismo y una ingenuidad considerables. Nadie puede creer seriamente que cualquiera de las dos naciones pudiera cumplir ese pacto mutuo, esa promesa a la Humanidad, en el caso de que se vieran ante una cuestión de vida o muerte. No es solamente la credibilidad de Breznev la que se ha perdido -y desde hace muchos años-, sino también la de Reagan. El mundo palpa y huele que sus riesgos reales y la situación auténtica están mucho más allá de las declaraciones políticas. Se ha multiplicado tanto la fuerza de los vehículos de propaganda que ya puede considerarseles corno determinantes: ya la información no transporta decisiones y palabras de los estadistas, sino que éstos las pronuncian sólo para ser difundidas; son tributarios de la propaganda cuando creen que la están utilizando. La respuesta y la defensa ágil del ciudadano está en no creer nada, lo cual puede ser tan grave como creérselo todo. Nadie cree, en primer lugar, que una gran guerra generalizada podría limitarse a lo que se llama convencional arrastraría todo el arsenal. Pero, en segundo lugar, la guerra convencional es ya muy poco convencional.

Las tres pequeñas guerras que todavía colean nos han mostrado ya la importancia de las armas que en el mal castellano actual se llaman sofisticadas. Sobre todo, la

fulgurante batalla inicial de las Malvinas, con sus proyectiles inteligentes, imparables y certeros; y la velocidad de avance y ocupación de los israelíes sobre el territorio libanés. En cada una de ellas se han conseguido resulta dos distintos, pero exactamente los previstos por los poseedores del mayor número de armas técnicas. Se trataba, en las Malvinas, por parte de los británicos, de forzar la rendición al exhibir el arsenal, causando el menor número de víctimas posible (para no ser enteramente odiosa, para mostrarse como magnánima al mismo tiempo que férrea, para evitar una reacción pacifista y la hostilidad, del Tercer Mundo y de América Latina), y así ha sido; sé trataba, en el caso de Israel, de causar el mayor número de víctimas en el menor tiempo posible (como señal de su capacidad de exterminio y por las ventajas del exterminio mismo de quienes le amenazaban), y así ha sido también. Pero son casos peculiares. La guerra de las Malvinas se ha contenido en su propio espacio geográfico porque era propicio para ello: claro, determinado y aislado. Si el objetivo hubiese sido continental, o no hubiera habido ninguna guerra -por la enormidad de sus consecuencias- o estaría convertida ahora en una conflagración mayor. En el caso de Europa, cualquier agresión y respuesta, aun dentro de los límites falsamente llamados convencionales, sería una inmensa catástrofe. La capacidad de daños humanos y materiales que se ha podido entrever en estas grandes maniobras con fuego real y muertos reales tiene mucho que dar a pensar, no sólo a los estrategas (que es una palabra que se va quedando obsoleta: hoy es otra ciencia la que sustituye a la antigua), sino a los políticos y a los ciudadanos, que están despertando ahora la conciencia del pacifismo. El problema no está en optar entre una guerra nuclear que "significaría la destrucción de la civilización y quizá la de la vida en la tierra" (Gromiko) y una guerra convencio nal, sino en elegir que no haya ninguna guerra. El balance de la segunda guerra mundial fue de cuarenta millones de muertos solamente en Europa, donde no se emplearon más armas que las convencionales; desde entonces, el poder, el número y el alcance de las armas no nuclea res se ha multiplicado por más de mil veces. No son, por tanto, las jactancias de los matones, de los vaqueros blancos ("yo no disparo primero"), las que nos pueden conmover. Ni siquiera las engañosas conferencias de desarme en Ginebra, en Nueva York o donde se cele bren; solamente la construcción de un sólido y coherente suelo de entendimiento general político y de renuncias imperiales pueden producir alguna tranquilidad y un cierto futuro. Había un porvenir en la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa; está bloqueada después de las rudas y groseras reuniones de Madrid. Las armas no se disparan nunca solas: no es a las armas a las que hay que convencer de que no nos maten, sino a los hombres que las utilizan.

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