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El Rey , la democracia y nosotros

Hace unos diez años se me pidió colaboración en una serie de libros que consistirían en trabajos de dos autores, en favor y en contra respectivamente, del tema del que en cada volumen se tratara, por lo cual todos ellos habrían de llevar como común comienzo del título el de Cara y cruz de..., lo que en cada caso fuere. El tema que a mí se me ofreció -o que yo elegí, no recuerdo bien- fue el de la monarquía. ¿Para hablar en pro, para hablar en contra? Desde el primer momento lo vi claro: no en favor, pero tampoco en contra; me acogería a la simbólica significación primera de la palabra cruz, la del peso y dificultad de sobrellevarla, la del sacrificio y los sacrificios que impone, y también -en versión secularizada del símbolo, reducido a la metáforala del lastre o peso muerto. Escribí el medio-libro, la parte que a mí me incumbía, pero no encontramos la persona que a mí me pareciera adecuada para la otra mitad, por lo cual, tras medio año de inútil búsqueda y en 1974, publiqué solo mi propio original, bajo el título de La cruz de la Monarquía española actual.

Desde la tarde del día 23 se han puesto muy en evidencia los dos sentidos, metafórico y simbólico, de la cruz de la Monarquía: el lastre que sobre ella pesa de los monárquicos, militares en primer término, civiles tras ellos que usan nada en vano, sí en falso, el nombre del Rey, y el peso terrible, casi insoportable que en una, dicen que democracia, con una clase política, un Parlamento y un Ejecutivo que, por desgracia, no han logrado ante el país confianza y crédito suficientes, ha tenido el Rey que asumir en la soledad de una noche angustiosa el peso de la defensa de la Constitución. Galdós y otros, yo mismo, nos hemos burlado de nuestro siglo XIX, buscando afanosamente «la más perfecta de las constituciones posibles». Pero en la noche del 23 al 24 no se trataba de eso. De lo que se trató fue de que, por fin, aquel papel, juego y nada más -como lo llamé en vísperas de su promulgación- al que habían jugado, como niños, sus redactores, bajo la mirada tolerante del poder real (que no regio), pasase o no a convertirse en realidad. Y eso es lo que logró el Rey: la defensa de la Constitución que, con una u otra fórmula protocolaria, él sintió que había jurado. Y, al defenderla, él mismo comenzó a hacer real la democracia. Que llegue a serlo del todo -ésta será la conclusión del presente artículo- es ya cosa nuestra.

Durante esa larga noche, y hasta tanto que Jordi Pujol nos dio noticia del Rey, personas cercanas a mí pensaron que, igual que los diputados en el Congreso, él también estaba secuestrado en la Zarzuela. Y o no, y diré por qué. Sólo una vez he asistido a una recepción regia -el 24 de junio de 1979-, y no exactamente por iniciativa mía, sino por espíritu de complacencia. Todo el tiempo que permanecimos allí tras el cumplimiento ritual fue, gratamente, en compañía de un puñado de jóvenes oficiales de la Guardia Real, algunos de los cuales me conocían de vista. Entablamos pronta conversación con ellos y, en particular, con el casado con una joven -y con ella misma, claro- que, hija de un exiliado de la guerra civil en Venezuela, había sido operada allí, de niña, por un primo mío, ya fallecido, responsable de la Sanidad en el Gobierno de Euskadi. Pero a lo que iba no es, claro, a esto que, de todos modos, me parece significativo -las bodas, por decirlo así, del exilio y la Guardia Real-, sino a la constatación de que aquellos oficiales, y así me lo dijo ingenuamente, con espontaneidad limpia de toda retórica, éste, el que más amigo mío se hizo, darían la vida por su Rey sin dudarlo un momento. He aquí por qué yo pude responder, a quien expresaba tal temor, que eso era imposible: que la Guardia Real no era como las escoltas de los personajes políticos en el Congreso; que el secuestro habría tenido que pasar por los cadáveres de aquellos jóvenes; también, por qué no decirlo, si ya lo sabemos todos, que el Rey habría muerto fusilado antes de plegarse a la voluntad de sus eventuales secuestradores; que todo esto habría tenido que saberse, no podía ser ocultado, y que, por todo ello, el silencio sobre la Zarzuela albergaba nuestra última esperanza.

Pero al país entero no puede pedírsele aquella entrega total de su guardia al Rey, ni él la demanda. Otro hombre en su lugar sentiría ahora mismo la tentación de, convertida su autoridad simbólica aquella noche en poder fáctico supremo, aunar en sí simbolismo y facticidad y ceder al carisma del que se habría sentido ungido. Pero el Rey de España no aspira al cargo de salvador vitalicio de la democracia, y por eso el día 24 habló, como lo hizo, a los dirigentes de los cuatro principales partidos políticos. El Rey no quiere su sacralización. Sencillamente hombre, quiere esquiar, navegar, gozar, vivir y también, por supuesto, desempeñar bien su oficio de reinar, pero no salvar, y ni siquiera gobernar. No, no ha salido en nada a su preceptor supremo, Franco.

Por eso hay que andar con cuidado al hablar sobre él. Acercar la figura humana del Rey al pueblo está muy bien, y Francisco Umbral lo entendió perfectamente así cuando, sobre el hallazgo por Cambio 16 en un concurso nacional de redacción infantil acerca del Rey, destacó como perfecta la definición de que es «alto, bueno y mataosos». Sin derramamiento de sangre, acaba, ciertamente, de matar algunos osos. Pero su misión no es andar matando osos cada día. Su misión no puede ser la de convertirse en la providencia de España. El Quevedo de la Política de Dios y Gobierno de Cristo, como a Felipe IV, así se lo pediría: que, sin descanso, vele continuo al cuidado de su pueblo, que se desviva y, como Cristo, muera por él. No. Pasó ya la época del absolutismo del cuidado, mucho más noble, sin duda, que el absolutismo del poder, pero, en fin de cuentas, paternalista y no democrático. Y, pues que estoy en vena de citar a mi amigo Umbral, recuerdo ahora aquella conversación en símbolo de leve y ocasional desmayo de la Reina para pedir, en la misma línea de lo que vengo diciendo, que no sea ella sometida a desmayo diario y que la libertad se convierta en bien que los españoles se tomen, y no sea breve paréntesis que dure lo que «suspiro o desmayo de reina». (Advierta el lector que no estoy preconizando la institucionalización de la libertad, sueño de los burocratizadores de la existencia; me conformo con la libertad para tomársela.)

El sacudimiento o sacudimientos de la última semana de febrero ha sacado al país, esperámoslo, del pasotismo (pues ni siquiera el pasotismo es posible sin libertad, con dictadura). Pero la democracia es empresa, no de una semana, sino de todos los días del año. Y no de la clase política, sino de todos los ciudadanos (la manifestación del día 27 ha sido el primer gran acto democrático de lo que, hasta ahora, apenas era más que posfranquismo y, a lo sumo, reforma de él en continuidad con él). La letra de la democracia se escribió en el texto de la Constitución. Sin exagerar puede decirse que es sólo ahora cuando la sangre de la democracia ha empezado a correr por las venas de España. Que no se detenga es tarea que no toca al Rey y que no podemos dejar en manos de los políticos porque nos incumbe a todos. La democracia es cosa nuestra.

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