Nacionalismo y violencia en Euskadi
Las dos características más acusadas y peculiares del actual conflicto vasco parecen ser el, fenómeno del nacionalismo abertzale y la violencia terrorista. El resto de los rasgos del problema pueden ser también muy importantes a la hora de una valoración global de la situación, pero no son tan exclusivos de esa comunidad ni tiñen con idéntica virulencia la manifestación política del mismo. Que el nacionalismo y la violencia comparten filiaciones de origen y de mutua interdependencia en la teoría y en la práctica es cosa perfectamente sabida; que tales relaciones no han sido siempre idénticas, que han evolucionado sustancial y radicalmente, que las de hoy tienen bastante poco que ver con las de hace cinco o diez años, es cosa menos obvia y sobre la que se debería reflexionar más; que la violencia terrorista no es la prolongación del nacionalismo abertzale por otros medios, ni mucho menos su cifra y ápice, es algo que puede sonar a paradoja pero que, me parece cada vez más cierto y sobre lo que quisiera insistir a lo largo de este artículo. Tratemos ahora por separado los dos fenómenos indicados.El nacionalismo abertzale.
Insisto en ese adjetivo redundante para subrayar que no me refiero a cualquier forma de nacionalismo vasco, ni tampoco al preocupado exclusivamente por reivindicaciones lingüísticas, culturales o de representación formal (espectacular) de autonomía, sino al que pretende, por el camino de una auténtica invención mítico-política de identificación colectiva, alcanzar una fórmula comunitaria de rasgos fuertemente autogestionarios y anticapitalistas. Se puede (y se suele) ser nacionalista en el primero de los sentidos mencionados y a la vez profundamente conservador; pero el nacionalismo abertzale tiene como componente distintivo una imprescindible dosis de radicalismo izquierdista, que va desde un tercermundismo adaptado con mayor o menor fortuna a circunstancias tan poco ortodoxamente tercermundistas como las de Euskadi, hasta fórmulas más o menos libertarias. He hablado antes de «invención mítico-política» y el dictamen pudiera parecer derogatorio, pero no hay tal. El Colegio de Sociología de Bataille y Caillois, allá por los últimos años treinta, hablaba de «comunidades de hecho y comunidades electivas», utilizando a su modo terminología de Lewie. Las comunidades de hecho son aquellas a las que uno pertenece sin otro requisito que nacer, por imposición o costumbre, de forma automática, forzosa e impersonal; las comunidades electivas son aquellas a las que uno se propone pertenecer deliberadamente, aceptando (o creando) sus normas, peculiaridades y valores de forma voluntaria. Los Estados nacionales modernos son comunidades de hecho y su tendencia al burocratismo, la homogeneización, el centralismo y la formalización administrativa refuerzan este carácter; pero cada vez más, la oposición al orden estatal adopta la forma de comunidades electivas, en las que los disidentes se agrupan de acuerdo a aquellas características (sociales, sexuales o culturales) que lo establecido niega o combate, inventando sus propios símbolos (y aquí «invención» tiene el sentido también de «hallazgo», como en «la invención de la Santa Cruz», por ejemplo) y buscando un reconocimiento más positivo que el número distintivo del carné de identidad. La comunidad electiva pretende lograr un ordenamiento inmanente de lo social, no trascendente y coactivo; en este sentido, todo el proceso moderno revolucionario de búsqueda de una sociedad explícitamente autoinstituyente es un combate por una comunidad plenamente electiva frente a las comunidades de hecho vigentes. Pero se da la curiosa circunstancia de que en muchas ocasiones los que aspiran a estas fórmulas de comunidad electiva teorizan su movimiento como si de una comunidad de hecho se tratase, más auténticamente necesaria y «natural» que las existentes: se desconfía de lo inventivo como demasiado caprichoso, «subjetivo» o arbitrario.
El caso del nacionalismo abertzale es paradigmático: aunque fruto de una voluntad colectiva nueva, que tantea en busca de un tipo radical de participación popular en la gestión pública y crea con los materiales concretos de una cultura oprimida sus propios puntales míticos, a la hora de justificarse teóricamente desvaría hacia legitimaciones historicistas e incluso -¡horror!- étnicas, en su esfuerzo por presentar lo electivo como un hecho natural al que hay que plegarse. Lo más positivo del nacionalismo abertzale es precisamente su proyecto, implícito en bastantes de sus actuaciones aunque, mal explicitado, de utilizar el nacionalismo como algo más que la glorificación de otro estado oligárquico pequeñito, de burocracia burguesa o socialista, tantoda. Son muy ciertos los peligros de fanatización, estrechez de miras o renuncia al toque cosmopolita que es característico de la conciencia ilustrada desde Demócrito; pero también es cierto que en un contexto político trapisondista, átono y desesperanzado, el fermento abertzale ha cortocircuitado el habitual mangoneo de los partidos y centrales sindicales para dar muestras sugestivas de espontaneidad organizativa y combatividad cívica. Es uno de los casos de insumisión popular más notables de una Europa adocenada y en regresión derechista; sería lástima que este experimento se ahogase finalmente por cortedad imaginativa o belicosidad dogmática.
La violencia terrorista.
Para empezar, confesaré de entrada una limitación metodológica: aquí y ahora voy a referirme sólo a la violencia de izquierdas, es decir, la de las etas y grupos autónomos. De la otra violencia, la del Batallón Vasco Español e incontrolados, la de las torturas y malos tratos policiales, la de las detenciones masivas por motivos que permanecen inconcretos hasta para los encargados de efectuadas, y también de la violencia institucional que obstaculiza las transferencias y minimiza hasta la irrisión la autonomía; de estas otras violencias nada voy a decir, salvo que existen, que son patentes y que responden a tramas provocativas mucho menos espontáneas e irracionales de lo que se quiere hacer creer; todo lamento sobre la violencia en Euskadi que no las denuncie explícitamente, me parece hipócrita y tendencioso. Este tipo de violencia representa aquello contra lo que luchan los revolucionarios en Euskadi y en todo el mundo; sobran, pues, las condenas más alambicadas y las indignaciones palabreras (aunque no, repito, las denuncias concretas y la exigencia a los poderes públicos de mostrar eficazmente su voluntad de acabar con aquello de lo que no quieren hacerse cómplices). Volvamos pues a. la violencia de justificación política izquierdista. Es evidente, para cualquiera que repase la historia del país vasco de los últimos años, la importancia de la acción armada antifascista de ETA en el surgimiento y consolidación de la conciencia abertzale en la mayoría de la juventud vasca, así como también entre los trabajadores inmigrados, deseosos de efectuar su opción por una nueva forma nacional de lucha política.
Pero la evolución histórica más reciente ha ido señalando con claridad una bifurcación entre los abertzales: por un lado, la de quienes ven la posibilidad de continuar la lucha emprendida por medio de movilizaciones populares e intervención ciudadana a todos los niveles, y, por otro, la de quienes creen que la eficacia de todo eso depende exclusivamente de la lucha armada y del mantenimiento del clima, de guerra. La separación de ambos grupos se va haciendo cada día que pasa más profunda: no creo que esté muy lejano el día que los abertzales se den cuenta de que las acciones terroristas van a ir funcionando cada vez más contra ellos, porque son ellos -el tipo de lucha radical no armada, que representan- la verdadera alternativa, y, por tanto, el verdadero peligro para los grupos militarizados. La revolución no es una guerra, y no lo es porque las guerras siempre las ganan los milita-
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res, de uno u otro bando, y la pretensión revolucionaria es civilizar, no militarizar. Evitar las guerras es la primera obligación de todo civil antimilitarista, y aún más rechazar el falso clima de heroísmo bélico, que sólo favorece el maniqueísmo, la insensibilidad y la matonería grandilocuente, pero no la imaginación ni la paciencia subversiva. Los comandos del pueblo, autoiroclamados y, por tanto, inderogables, no están dispuestos a aceptar la verosimilitud revolucionaria de nada que no les tenga a ellos por protagonistas; por otro lado, están decididos a crear un clima tal que sólo ellos (y sus colegas del bando opuesto) puedan tener voz y voto en el devenir de la cuestión. De nada le servirá al nacionalismo abertzale haberse ido librando, con mejor o peor fortuna, de la burocracia de los partidos, si es a costa de hipotecarse a ese insaciable y prepotente hermano mayor armado, ni menos rígido ni menos convencido de que la misión histórica que te incumbe le faculta para no tener que aceptar consejo ni diálogo con nadie. Y para qué hablar de los grupos autónomos que surgen aquí y allá, con la sospechosa facilidad para matar y la penosa dificultad para razonar que caracteriza en Europa a tantos grupos terroristas, cuyas vinculaciones a uno u otro nivel con los servicios secretos cada vez dejan menos lugar a dudas.
Parece que la droga preocupa ahora mucho los teóricos de la metralleta., convencidos de la devastación moral y de la insolidaridad cívica que su uso produce en juventudes de otro modo aguerridas y disciplinadas. Pues bien, la violencia es, en este sentido, la peor de las drogas: degrada moralmente, aborrega, identifica exaltadamente con el dios sanguinario de la tribu y predispone al acatamiento acrítico del más curtido en la lucha o del más propenso a la degollina; además, la dosis de violencia, como la de droga, debe aumentarse constantemente para que surta efecto, y, sobre todo, para que el traficante tenga la ganancia asegurada. Si el nacionalismo abertzale no ha de perder lo mejor de su promesa subversiva y liberadora, le urge desintoxicarse de tan peligroso estupefaciente.
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