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Reportaje:Vacaciones en familia / 1

La isla de La Toja: un aburrimiento de lujo

La duquesa, lejos de comenzar por hablarme de las abureladas aguas termales o de la blanda brisa que va del verde mar al verde pino, de un pleno en la ruleta americana hace sólo dos noches -«fue una corazonada, temblé y todo»- o del aroma irreprochable de las camelias, de la última fiesta hawaiana o del silencio roto con sus dientes postizos para roer cual juramento eterno los muslos tensamente virginales de una incauta langosta, va y evoca, sentada en un banco de los jardines de La Toja, los jueves y domingos estivales, allá por los finales de los años veinte, cuando la orquesta Los Galindos amenizaba el té danzante, a dos pesetas la tacita, sorbo a sorbo, sin ruido, moviendo de vagar los tirabuzones castaños con un dedo nutrido de barrocas sortijas.Confesiones de una duquesa.

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Pese a su larga y sinuosa conversación nostálgica, ataviada de nobles modales en la manera de mover los labios, la duquesa no deja de dar noticias claras de las transformaciones múltiples que, para bien o para mal, ha sufrido la isla de La Toja. Después de recordar a un amante italiano que murió apuñalado y subrayar con leve sorna la cruel fidelidad del duque hacia sus muchas gracias juveniles -«usted, que es periodista, sabrá apreciar que fui muy guapa»- muestra saber de carrerilla la lista actualizada de famosos que han pasado en los tiempos recientes por esta meca del ensueño: Manolo Escobar, María Dolores Pradera -«qué señora!»-. Julio Iglesias -"me vuelve loca ese muchacho"-, Maya, Felipe Campuzano, Kiko Ledgard -"es una pena que ya no salga en la tele, aunque menos mal que sigue Iñigo"-, Paco Camino, Pedro Massó y la Coquito, amén de «muchos, muchos políticos; pero a mí la política, ¿sabe?, me da marcos. Hombre ¿qué quiere que le diga?, el Fraga si me cae simpático. Lo que pasa es que debiera pronunciar más despacito, porque yo a veces, la verdad, me quedo en ayunas cuando habla. Y eso tampoco vale, ¿no cree usted?».

Cree la duquesa, sí, que todo ha ido cambiando desde el mítico ayer del té danzante. El Gran Hotel impone colores amarillos y blancos por doquier, a menudo fundidos con los tonos malváceos de las ropas que lucen pulcras, dignas y cluecas veraneantes. El cambio, pese a todo, como Tierno diría, huele a cuantitativo. Perdura el alcanfor. Y permanecen los frondosos pinares, la ría de quietud, el vuelo de pacíficas gaviotas, los seductores y suaves paisajes para plumas sedientas de lirismo.

La duquesa resume ese vergel recitando con suma pasión unos versos que no son de Alberti, sino de una poetisa ferrolana llamada Mercedes Novo: «A la vez rosa y clavel, / tus labios son ansia roja. / Los pule el fino pincel / de la brisa de La Toja». La duquesa hace luego una amplia y merecida pausa, ojea el calendario zaragozano, anota algo en una servilleta de papel. Y me cuenta que, vamos, que hay que reconocerlo, que ahora hay más atracciones: mus, bridge, ciclismo, tenis, ajedrez, tiro de pichón -«iuna salvajada!»-, golf, desfiles de modelos, cursos de yoga, exposiciones de pintura -"de la que se entiende, porque oiga ..."-, bailes de disfraces, concursos caninos, pesca, deportes, náuticos y «bueno, la mar de cosas, que se pone una a ello y nunca acabaría de contarlas». No acaba. Mientras cuenta, aprisiona constantemente con la mano izquierda un bolso negro de cuero.

Pasa un grupo de excursionistas: «Son unos guarros. Todo lo dejan lleno de papeles y colillas». Un niño acaba de caerse de la bicicleta. La duquesa comenta muy bajito: «A estos sitios no tenían que venir los niños. Ven que los mayores van al casino y luego se hacen viciosos perdidos. Menos mal que no tuve criaturas, porque, hijo, con eso de las drogas ahora no hay madre que pueda estar tranquila». Me reprocha la duquesa, mirando fijamente al bolso negro, que me obstine en no hacerle preguntas picantes. Se intenta.

Al cabo de dos horas y pico de delirante charla, la supuesta duquesa se muerde los labios, abre el bolso con mimo y misterio. Saca un cilindro metálico: «¿Sabe qué es esto?» No me da tiempo para entrar en el oscuro juego de las adivinanzas obscenas. Ella enlaza con voz mortecina: «Se lo voy a decir. Aquí guardo las cenizas de mi amor italiano. Se llamaba Marcelo». Llora levemente. Se levanta con gran dificultad del banco, pero se endereza al instante y avanza descocadamente hacia la escalinata que da acceso al casino.

Perplejidad de anochecer. Esto amenaza con convertirse, de buenas a primeras, en el reportaje involuntario de un manso manicomio. De seguir con la desenfrenada duquesa, me digo contemplando una gran jaula donde dormita un pajarraco, la analogía invasora haría de La Toja una nueva versión, producida por Cifesa, de El año pasado en Marienbad. Delphine Seyrig cedería su languidez a Rafaela Aparicio. El fantasma de Sacha Pitoeff tomaría posesión en el pellejo saludable de Alfredo Landa. Robbe-Grillet firmaría en blanco y con rotulador amarillo un guión desmesurado de Azcona, basado en una obra inédita de don Jacinto Benavente. Y Resnais cambiaría La Toja por Hiroshima para dejarle el puesto libre al refinado Bardem. La historia empezaría así: Oleaje. El: «¿Va a estar mucho tiempo aquí?» Ella: «Siempre suelo venir». El: «¿Le gusta este lugar?» Ella: «En Fin... Es el azar. Siempre se vuelve. Ya mi madre ... »

Cortamos por lo insano. Y entramos en el casino.

Hagan juego, señores

Ya lo dijo Swann en un amanecer morriñoso: «Hay que reservarse para las cosas posibles y no perder el tiempo en pedir lo que ya sabemos que nos van a negar. «Por lo demás, hay miles de colegas a la caza y captura veraniega de famosos en cueros, juergas discotequeras, idilios viperinos y escándalos de playa redonda. Baste, pues, con decir que la custodia del casino de La Toja es fornida en lo humano y muy sofisticada en lo mecánico. Una lengua maligna me susurra: «Yo creo que aquí hasta escuchan las conversaciones». Hemos entrado a la sedante sala tras pagar la tarjeta de rigor (300 pesetas) y rellenar la ficha correspondiente. «¿Saben que está prohibido sacar fotos?» Saben más que sabremos. Pero lo sorprendente no es lo ya consabido -esa gama de gestos que encubren la neurosis general con aplomo flexible de payasos seniles-, sino el silencio espeso que reina en el recinto y que no tiene equivalencia alguna con el bramido fastuoso y noble de otros muchos casinos.

Es la auténtica pérdida de la palabra dada ante el emocionante eclipse fugitivo del soñado dinero. Sentadas, con las piernas medio encogidas, envueltas en la luz difusa de la zona del bar, esposas solitarias disimulan la crispación y las arrugas morales de otra noche de espera fumando con solemne desdén. Trajín de siluetas, sonámbulo vaivén de fichas, tedio de brillo frío.

Son turistas de color salmón, veraneantes patrios que quieren conocer el decorado de la voluptuosa danza de las cartas, soñadores que creen en la potencia reproductora de su deseo acaudalado desde un salarlo miserable. El director del casino, José Manuel Guía Barros, impecablemente vestido, portugués con empaque melancólico, se explica con amable cautela: «No, no tenemos clientes habituales que procedan de los alrededores. Puede ocurrir, a lo sumo, que una persona de por aquí venga, durante dos semanas, seis o siete veces seguidas, pero luego a lo mejor no reaparece hasta dos o tres meses después. Nosotros nos topamos todos los días con caras nuevas». Al inaugurarse el casino, en junio de 1978, la novedad tenía un signo negativo: «La primera temporada fue fatal. Llegaba gente que no tenía ni la menor idea de cómo había que jugar. Era un desastre». Actualmente cuenta el casino con seis ruletas francesas, tres ruletas americanas, cuatro black-jacks y dos chemins de fer.

Casi todos los croupiers son gallegos. Entre la clientela extranjera, figuran en cabeza los que llegan del vecino Portugal, donde para jugar se les exige tal cantidad de requisitos que prefieren huir a tolerantes tierras próximas. En el pasado mes de julio visitaron el casino 474 portugueses, 52 argentinos, 47 mexicanos, 42 alemanes y 32 belgas. La cifra total de entradas durante el citado mes ha sido de 15.827, frente a las 7.619 alcanzadas el año de la inauguración. No acude gente joven: «Menos mal. Porque cuando cambiaron lo de la mayoría de edad a los 18 años nosotros nos temíamos lo peor. Y no es normal que un joven disponga de dinero para jugárselo en una sala. Eso suele terminar siempre en bronca».

Los árabes, adheridos al sur, tampoco han hecho todavía su milagrosa aparición redentora. Hay ministros que pisan el local, pero prueban la copa y no la suerte: «Cuando vino el padre del Rey, sí, fue y se jugó mil pesetas simbólicas». En cambio, las familias que llegan a La Toja como veraneantes señoriales, agüistas de todo pelo o excursionistas de pasada, apuestan, poco o mucho, más que por simple simbolismo.

Hay quejas contra los impuestos de Hacienda y contra las normas restrictivas en torno a la publicidad. Hay miedo ante el escaso volumen de asistencia. Hay ausencia de anécdotas: «En todos los casinos han ocurrido historias muy sabrosas. Pero aquí somos todavía muy jóvenes y no tenemos nada digno de mención». Tienen grave silencio de padres de familia que han dejado a sus hijos en la cama o en la honesta discoteca de al lado. Tienen probables pérdidas. Tienen esperanzas. Y tienen una gruesa cuerda aterciopelada para cerrar el paso a la escalera que da a la sala superior. La seriedad imperturbable del director del casino se rompe de repente al ir a desatar esa cuerda y permitirnos la salida: «Es la cuerda del ahorcado». Pero lima en seguida esa nota sonora de humor rojo: «Eso no lo diga». Seguramente fue un decir. Le digo que lo diré. Sonríe. Swann hubiera ex-

"La isla de La Toja: un aburrimiento de lujo"

clamado: «¡Qué modo tiene de comprender la vida el muy bribón!» A nuestra Celia Gámez, todo un siglo bajando escaleras, jamás se le ocurrió otro tanto.El agua milagrosa

En una mesa amplia del estrellado Gran Hotel nos aguarda, a las doce de una noche estrellada, el médico-director del balneario de La Toja: Enrique Romero Velasco, catedrático de Patología en la Universidad de Sevilla, jugador de chinchón a estas horas, con su esposa y su hija como rivales. La primera hace punto. La segunda abandona muy pronto la tertulia, tras ganar la partida familiar. Carraspeos de grupos noctámbulos. Un camarero le está diciendo a otro: «De peliculón, tío. Me ha vuelto a llamar». Carcajadas: «A ver si me la pasas».

Cada verano, desde hace veinticinco años, el doctor Romero emplea sus vacaciones escolares en dirigir la célebre estación termal, que es casi como Lourdes, pero en plan científico. Al parecer, las aguas mineromedicinales de La Toja poseen propiedades singulares. Su aplicación absoluta o máxima es la artrotis. Otras indicaciones relativas son las de índole inmunoalérgica, ya sean cutáneas (eczema) o respiratorias. También son aconsejables para procesos crónicos inflamatorios: faringitis y sinusitis, aparato genital femenino; adenitis simples (no las de tipo hematológico) y poliartritis reumática sin actividad. Y la circulación sanguínea periférica de los miembros mejora siempre con este termalismo, ya sea arterial o ya venosa, como varices o secuelas de flemotrombosis.

Las agüistas acuden de todas las comarcas y países: «Los más admirables son los turistas alemanes. Esos se bañan todos, tengan lo que tengan. Antiguamente, fíjese, el 95% eran aldeanos. Ahora, no. Bueno, siguen viniendo aldeanos, pero a lo mejor los trae el hijo que vive en Alemania o Venezuela, que los transporta en su cochazo con un cariño que es maravilloso. Pero abundan los turistas extranjeros, sí, sobre todo en el mes de agosto. Vienen en familia, juegan al golf, a lo que quieran, pero no por eso dejan de tomar los baños». El abono por quince baños cuesta 2.500 pesetas, si es en el Gran Hotel, la cifra asciende a 6.000 pesetas. De toda la abigarrada clientela recuerda el doctor Romero, en especial, a un ilustre paciente: «El hombre al que más he admirado es a don Salvador de Madariaga. Hicimos una gran amistad. Daba gusto estar con él. Uno disfrutaba oyéndole hablar, porque contaba anécdotas con un humor finísimo».

Llega el momento de las lamentaciones: «Tenemos los mejores balnearios de Europa y, sin embargo, España va a la cola en ese terreno. En la Unión Soviética, por ejemplo, son atendidos ocho millones de agüistas al año. En Francia y en Italia la cifra es de dos millones. Nosotros, en cambio, no llegamos a tener 50.000. Y lo curioso es que ya no son tiempos de incredulidad; hay familias que hace treinta años que vienen, y están fenomenales». También evoca el doctor, con ayuda de su esposa, a los personajes más famosos que han desfilado por La Toja y que la duquesa olvidó: el Rey, cuando no era Rey, y Sarita Montiel. «No, no tomaron baños». Hace poco llegó Adolfo Suárez a la cercana y bravía playa de La Lanzada, donde las mujeres estériles, a medianoche, y bajo Luna llena, toman un baño de nueve olas para volverse fecundas. Le preguntamos al doctor Romero si el presidente no ha pedido abono para alguna experiencia termal, al menos para tranquilizar a los cocineros de La Toja, tan preocupados por los pocos alimentos que se le antojan y que le llevan hasta su casa veraniega todos los días: «No. Y hace mal, porque a un presidente le vendría muy bien tomar un baño termal todas las jornadas del año». Es una docta sugerencia para el caliente otoño en perspectiva. En las tascas de El Grove, mientras tanto, el personal empieza a inventar chistes de todos los colores en torno al visitante ilustre.

El balneario, con aspecto de matadero destartalado y mohoso, aguarda una reforma en toda regla. Prometida está en firme. Hay miles de pacientes en potencia. Y en esencia impalpable. La esposa del doctor lo afirma: «¿Ve usted a toda esta gente? No se nota que son agüistas y, sin embargo, lo son». Como nadar y guardar la ropa.

Hay cariños que matan

Con el director de La Toja, Antonio Franco, abordamos de entrada lo que es más que un rumor: los negocios del paraíso isleño han ido siempre y van muy mal. La aclaración tiene un cierto gustillo sentimental: «Lo que pasa es que se siente tanto cariño por La Toja que se han hecho inversiones que no eran rentables. Pero, claro, este es un centro turístico gallego que irradia riqueza en las zonas cercanas. Por ejemplo, ahora mismo tenemos aquí 570 puestos de trabajo ocupados en un 98% por personal local. Yo creo que con esa visión generosa se ha mantenido el déficit económico de la compañía durante tantos años». Me escamo ante una muestra tal de altruismo capitalista: «Lógicamente, va cambiando un poco el tema. Estamos haciendo grandes reformas y los déficit ya van siendo menores. Pensamos que con todo el complejo funcionando plenamente puede llegar un día a ser rentable. Esa es nuestra esperanza y nuestra apuesta»..

En La Toja, por lo pronto, hay de todo para divertirse, «incluso esa música atronadora de la discoteca. Lo que pasa es que nuestra clientela viene a descansar, viene a relajarse y nos pide que permitamos su aburrimiento. Sí, hay clientes que exigen su derecho a aburrirse». El tedio es familiar: se crean pronto círculos honestos, se sabe que la hija de Fulana se agarra demasiado en el baile a la cintura de su acompañante, se comenta quiénes no aparecieron todavía este verano. La familiaridad, como aclara Gonzalo Gurriarán, dinámico director hotelero de La Toja, se adhiere incluso a los famosos: «La gente de fama viene aquí para dejar de ser famosos durante unos días».

Cabe, además, para colmo de dichas complementarias y refrescantes, desplazarse a las innumerables fiestas de los alrededores. Hay gaiteros rumbosos por las hermosas callejuelas de Santiago durante las festividades del Apóstol. Cambados, «probe, fidalgo e soñador», con un cáliz flamante en su escudo, se engalana para catar el albariño nuevo. A El Grove no le faltan bares y discotecas, su fiesta del marisco y hasta la osada atracción política de poder escuchar por altavoces callejeros los plenos del ayuntamiento. En Villagarcía de Arosa vale la pena llegar hambriento y sin prisas al restaurante Loliña. Catoira celebra su fiesta vikinga; Carballino, la del pulpo, y Cañiza, la del jamón. Hay niños ataviados con trajes regionales, hay dulzura, rías apaciguadoras, pazos, ruinas, playas, cenobios y miradores maravillosos.

El encanto de cenar

Algunos ministros se le adelantaron a Suárez en la elección lugareña del reposo: Sancho Rof, Alvarez Rendueles, Otero Novas... El ministro de Universidades, Luis González Seara, hace ya tres años que pasa sus vacaciones en La Toja. Viene a descansar, no quiere hablar de política, ni de aulas académicas, ni de catedráticos extraordinarios: «Paso la mayor parte del tiempo leyendo. A eso de las doce del mediodía me voy a la playa o a la piscina. Después de comer, vuelvo a leer. Sólo de vez en vez rompo este ritmo intenso de lectura para irme a pescar con los amigos, pero ya no hay nada que pescar». Otros, a falta de tiburones presidenciales, le sirven el pescado en bandeja: «Sí, soy muy aficionado a la gastronomía. Me gusta, sobre todo, cenar. Y me encantan todos los mariscos y pescados, que aquí son excelentes y permiten un tipo de cocina natural». Los anunciados cambios apocalípticos en el Gabinete gubernamental no parecen preocuparle demasiado: «Me preocupa el momento difícil por el que atraviesa el país, pero no mi carrera personal».

El puente que une a El Grove con La Toja lo atraviesan todos los días las vendedoras de collares de conchas marinas. Pilar Piñeiro, guapa moza de 18 años, se dedica «a vender esto» desde los nueve: «Venimos cuando queremos y nos marchamos cuando queremos. Somos bastantes vendedoras; del ciento no pasamos, pero no creo que falten muchas. A nosotras nos compran los españoles; con los extranjeros no viviríamos. Y cada una de nosotras cobra lo que puede. Como dice el refrán, todos los ladrones somos honrados. El precio depende de cómo venga el penitente. Basta con poner cara de buena».

Pilar la tiene. Ella no pertenece a las ricas familias de La Toja. Su aburrimiento es de otro orden: «Aquí la vida es pura rutina». La rutina de una picaresca que se llama trabajo. Entre pinos, máquinas tragaperras, fichas, hoyos de golf, jabones, brisa, agüistas, olas muy veniales, gaviotas, famosos y supuestas duquesas.

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