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Apólogo del demócrata de toda la vida

Erase una vez un españolito que hizo la guerra civil simbólicamente -porque los símbolos son las armas que los Estados entregan a los niños- y que aprendió, entre juegos y veras, los horrores, las glorias, las villanías, las proezas, los odios, los heroísmos y las miserias de aquellos tres años que enterraron la segunda esperanza republicana de la democracia española.La geografía y la familia le hicieron caer del lado de los vencidos, y, tal vez por ello, descubrió, casi en la infancia, que la dimensión más eminente de la acción individual es su contribución a la vida común, al destino de todos.

Al terror y a las hambres de los victoriosos años cuarenta sucedió una España espesa, acuclillada y ratonil, en la que no había ni sitio ni trabajo para nuestro protagonista, que además de pobre y echado a la imaginación era intransigente, igualitario, demócrata y no del todo tonto. Para colmo de males, su oficio era el de escribir, y sus únicos título y beneficio, el de licenciado en letras.

Sólo cabía irse, y se fue, en pionero de un comportamiento que luego repetirían, por las mismas y por otras razones, centenares de miles de compatriotas suyos. Allá se topó con la Europa de 1950, ilusionada y maltrecha, que acometía la reconstrucción de sus ciudades, de sus fábricas, de sus parlamentos y de sus escuelas con el organizado fervor de las gentes del Norte. Eran tiempos de afanes e ideales, en los que, a pesar de Stalin y de la guerra fría, muchas cosas parecían hacederas.

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Nuestro hombre practicó casi todos los oficios. Modestos, desde luego. Fue, o pudo haber sido, mozo de descarga en Les Halles, de París; vigilante nocturno en un garaje de Amberes, enfermero en un asilo mental de Leeds, recadero en una firma de export-import de Rotterdam, lavaplatos en un gran hotel de Gotemburgo, lector de español en un instituto de intérpretes de Heidelberg, obrero agrícola en una granja del Rosellón, camarero en un restaurante italiano de Helsinki, vendedor ambulante de fruta en Düsseldorff, empleado en una agencia de viajes en Copenhague... En cierto momento, hasta estuvo a punto de ser director de financiera en Zurich; sabias y prudentes, las autoridades helvéticas apartaron de él el peligro, concediéndole permiso de trabajo como obrero de la construcción.

Claro que, no sólo de pan vive el hombre, y allí estaban eros y civilización, las películas que había que ver, los libros que había que leer, el teatro en el que había que participar, los autores que había que conocer y, sobre todo, las inacabables muchachas nórdicas en las que uno había soñado, apenas adolescente, desde la hirsuta virginidad de la meseta. Su proximidad, y hasta su disfrute, constituían una satisfacción vicaria, pero exaltante y abierta a todos los posibles.

La usura de los trabajos y los días, a la par que arrugaba su cara, destruía sus bronquios y encalvecía su cabeza, achicaba su horizonte vital y lo empujaba a la resignación y al asentamiento. Casó, pues, con nórdica, morenita y pequeña, y tuvo de ella descendencia. Y su permanente condición de ciudadano de tercera, de molesto mirón de una fiesta que no era nunca la suya, se le apareció sin afeite alguno y se convirtió en carga insoportable.

Afortunadamente, nuestro héroe tenía una pasión pública e incurable, la democracia española, que transformaba su saldo de renuncias y de frustraciones en enhiesta esperanza. Como queda escrito, se enroló en ella, aún niño, y su lealtad y militancia no tuvieron una sola quiebra. El fin de la heroica guerrilla republicana en 1939, la primera huelga de los tranvías en Barcelona en 1951, el despertar democrático de la Universidad franquista en 1955, Comisiones Obreras y las huelgas de los mineros asturianos al final de los cincuenta, Munich y la reconciliación de las oposiciones de dentro y de fuera con Europa por testigo, la áspera lucha de los trabajadores en los años sesenta, conquistando huelga a huelga y cárcel a cárcel, el uso de las libertades; la larga e imparable marcha de los españoles -en el campo, en las fábricas, en las oficinas, en la calle- hacia la democracia, fueron la sustancia de su más inmediata cotidianeidad.

Treinta años al hilo de Radio París, de la BBC, de la primera edición de Le Monde, de escapadas legales o clandestinas al sur de los Pirineos, de las zozobras por los amigos que caen, de manifestaciones ante las embajadas de España, de recoger fondos, de reconcomerse por lo que dura, de los panfletos que hay que enviar, de los escritos de protesta, de la solidaridad con los que llegan, de sentirse útil, casi importante, en vanguardia de la historia.

Y, de pronto, la democracia. Séase, sus puertas entreabiertas, y por ellas, la impaciente avalancha de la clase política franquista y su fervorosa conversión a los nuevos principios. El aprendizaje, a marchas forzadas -prácticas de formación democrática acelerada- de los nuevos modos, y el pago, a golpe de elecciones repetidas -cuanto mayor es el patrimonio de votos acumulados, más indiscutible es la legitimación-, de la nueva condición, van poblando las antesalas del Poder de aspirantes, democráticamente, redimidos.

Pero, para que los de antes sigan siendo los de ahora, y los de arriba sigan siendo los de siempre, sólo que en jóvenes, es imperativo que todo siga igual, y que los que pueden impedirlo, a caballo de la razón democrática y de sus intereses de partido, no lo impidan. Y se cancela la memoria histórica de la izquierda, se licencia al pueblo, se sepulta el pasado político, individual y colectivo, de los españoles, se convierte a los militantes en funcionarios, se decreta el consenso, se desmoviliza el movimiento de masas, se pone la política en manos de sus profesionales, se agrega el paro ciudadano al paro laboral y se cubre el secuestro de la voluntad colectiva con la retórica del irenismo. El desencanto, la juvenil violencia neonazi y el terrorismo, desde sus antagónicas y complementarias esquinas, funcionan como excepciones a la regla.

Con todo, tenía que venir, y vino. Casi, años y huellas en más, como se había ido. Allá en el Norte, quedaron mujer y niño, el empleo que cupo, los parvos ahorros. No fue la vuelta, tantas veces imaginada, en medio del delirio popular y de la exaltación del gran cambio, sino el anónimo retorno de un emigrante buscando el retiro a lo de uno, al trabajo que se sabe, a los amigos que quedan, a las costumbres, gustos y modos a los que nunca pudo renunciarse.

Un año largo recorriendo anuncios, despachos, antiguos compañeros, rebajando cada vez más el nivel de exigencia. Y nada. Todo cubierto, justísimamente ocupado por victoriosos opositores, notables expertos, eficaces técnicos, brillantes profesionales, geniales escritores, que, codo con codo y en la solidaria complicidad de los crecidos en la difícil España del «esfuerzo y del desarrollo», no dejaban huecos ni rendijas para tardías y vergonzantes incorporaciones por sorpresa o de limosna. Se le había pasado la vez. No se podía estar dentro y fuera. El había elegido otra vía y tenido otras compensaciones. Ahora tenía que asumir sus consecuencias.

Hasta su deambular de viejo sin rentas y sin trabajo se acabó tornando imposible. El país vivía una democracia de escaseces, hirsuta y temerosa, y él era testimonio de un pasado que alumbró otras esperanzas democráticas. No hablaba, pero su sola presencia lo constituía en reprobación y afrenta. Los triunfadores sociales del franquismo -hombres del dinero, del poder, de la palabra escrita y dicha, del privilegio y del meritoriaje, creadores y herederos-, tan ajustados a su papel de nuevos demócratas, se encontraban con su mirada y en ella veían su pasado hecho de acomodos, codicia, vilezas, medro. Para ellos nuestro hombre, su memoria muda, su destino especular, su otra democracia, representaban una amenaza permanente. Era el testigo a liquidar.

Y esto precisamente le hacía vivir: su función de símbolo de lo que pudo haber sido, de lo que tal vez, algún día, aún fuera. Un día leyó en el periódico de mayor prestigio del país y de más afirmada independencia que había que crear un nuevo partido de, auténticos demócratas, pero en el que no cabrían «las viejas glorias del antifranquismo». Y com-

prendió que ya no le quedaba nada, que estaba definitivamente de más. Volvió a su pensión, le escribió una larga carta a su hija y se echó desde el balcón de su cuarto.

(Aviso ad usum democraticorum totae vitae in emigratione siveque exilio: No volváis. Aprenced a desaparecer con delicadeza. Sabed moriros con dignidad. Os lo pide la democracia. Amén.)

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