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Carnaval electrónico

Ahora han hecho coincidir la jornada reflexiva que antecedente a la votación con el miércoles de ceniza, no satisfechos de sincronizar la campaña electoral con las carnestolendas y el día de la, urnas con el comienzo de la cuaresma. Deberían de tener más cuidado, porque no es la primera vez que acontecen tales engorros cronológicos, que a punto estuvieron no hace mucho de emparejar la fecha de la Constitución con la de los Santos Inocentes, para regocijo de los desestabilizadores y de los articulistas graciosos y perezosos.Excepto que estemos ante una muy meditada decisión: el miércoles de ceniza, si no recuerdo mal, es día de arrepentimiento por los excesos carnavaleros. Aquellos sermones y discursos burlescos, propios «para una procesión de mojiganga», que decía fray Gerundio de Zampazas e introito del ineviable sufrimiento cuaresmal gubernamental.

Extraña, sin embargo, que estas gentes conozcan los estudios de don Julio Caro sobre nuestras tradiciones populares y, en consecuencia, se hayan apresurado a politizar el folklore para disimular que se folkloricen sus políticas de máscaras, chirigotas, peleles, pedreas, zumbaderas y bramaderas. De nuevo tuvo que ser la casualidad.

Harían muy requetebién en crear sin demora un ministerio de la cosa de las fechas célebres, encargado de preveni r enojosas simultaneidades entre los tiempos sagrados y los profanos. Los temo capaces de escoger la jornada de difuntos para conmernorar por todo lo alto la entra da del país en la Comunidad Económica Europea, o el día de la madre para publicar en el Boletín Oficial del Estado el decreto de despenalización del aborto. De la única fecha que estamos seguros, convencidos de que no meterán la pata, es del 14 de abril.

Pero tampoco es asunto de reprimir severamente la metáfora generalizada de las carnestolendas que se nos han venido encima, ni de refutar por completo el ciclo que inconscientemente ha reinstaurado entre el martes de risa y e miércoles de tristeza. El periodo electoral que hoy finaliza no envía al carnaval por razone más contundentes que las cronológicas. Son, ambos, tiempo de inversiones, de desplazamientos de la personalidad, de «alter ego» de las cuatro esquinas.

Durante el antruejo, hasta los reyes y la nobleza deseaban Ocupar por unas horas el luga: del otro. Por jesuitas cotillas tenemso noticias de que en la corte de Felipe IV el conde-duque de Olivares hacía de portero, la reina iba de obrero mayor el duque de Híjar se disfrazaba de gentilhombre, el conde Orosa se proyectaba en un alabarclero tudesco y al almirante de Castilla le daba por vestirse con primor de mujer alegre.

Las inversiones de nuestros líderes son menos freudianas y pintureras en este tiempo de máscaras y cofradías ideológicas, justo es reconocerlo, pero igual de inequívocas. En su afán desesperado de última hora por seducir el voto indeciso de los Botejara, aparecen en la pequeña pantalla ocupando el puesto del prójimo, representado con impagable verismo la figura del otro, robándole la palabra y el gesto al adversario: Felipe, travestido de Adolfo; Suárez, corriéndose hacia la izquierda; Carrillo, invadiendo el centro teórico de los socialistas; Fraga, queriendo desplazar con los codos a los comunistas del fiel de la balanza bipartidista, y los atacantes extraparlamentarios, convertidos en defensas de cierre, como si tuvieran delante al Spórting.

Es la diferencia sustancial que existe entre el discurso del mitin y el discurso de la televisión. Acaso la retórica al aire libre sea más sincera que la producida ante los focos de Prado del Rey, pero es bastante menos eficaz. El auditorio del mitineador está discriminado, elegido, convencido y votado. Ante las cámaras todo ha de ser fingido, como en un carnaval, a riesgo de catástrofe política, y gracias a esa sencilla paradoja las soflamas televisuales son sociológicamente más útiles que cualquier otro sistema de persuasión.

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