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El PNV, la calle y las urnas

La convocatoria de una manifestación contra el terrorismo lanzada por los dirigentes del PNV y diversamente acogida por las otras fuerzas políticas y por los propios afiliados y simpatizantes de dicho partido plantea además de los problemas de orden inmediato nacidos de la divergencia de las reacciones que ha suscitado una cuestión de más alcance que merece muy cuidadosa atención.La coincidencia, o la estrategia política de los convocantes, hace que, en el calendario político del PNV, figuren ahora, a poquísima distancia una de otra, dos fechas de grandísima importancia: primeramente, la de esa manifestación, y a renglón seguido, la de la asamblea- llamada -a fijar la actitud del partido ante el referéndum constitucional.

El derecho de manifestación

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Salir a la calle es una cosa, y otra cosa muy distinta es ir a las urnas. En la calle se puede dar sensación de fuerza o de debilidad, pero, independientemente de la conocida operación, tan insistentemente practicada por casi todo el mundo, de poner o quitar ceros a la cifra de manifestantes, la sensación que produce una manifestación callejera es, por su naturaleza misma, imprecisa. En cambio, en una votación libremente efectuada y democráticamente controlada, los resultados se interpretarán, de un modo o de otro (sabido es que los partidos políticos suelen casi siempre interpretarlos como triunfos propios, utilizando muchas veces para ello razonamientos sumamente discutibles), pero son claros y concretos. 35.528 votantes podrán parecer, según las circunstancias, demasiado pocos, suficientes, escasos o abundantísimos, pero serán siempre 35.528. Y nunca estarán tan sujetos, como lo está una manifestación callejera, a hechos externos tales como el que llueva o haga buen tiempo, el que se teman o no alteraciones del orden público, o el que el medio social (familiar, laboral, de barrio o de otra especie) ejerza sobre el individuo una presión decisiva para que tome o deje de tomar una postura determinada.

El derecho de manifestación pacífica es, en una democracia, un derecho que debe normalmente protegerse. Pero no siempre, ni en cualquier circunstancia. Porque el orden público de una ciudad, la posibilidad de circular y trabajar libremente en su interior, son también derechos fundamentales de los individuos y de la comunidad, y es frecuente que las manifestaciones callejeras obstruyan la circulación, estorben el trabajo y hasta, por pacíficas que sean, pongan en peligro el orden público en ocasiones. Independientemente de ello, pueden también constituir una presión sobre las instituciones democráticamente elegidas y legalmente establecidas, lo que, a menudo, resulta intolerable tanto más intolerable, cuanto que esas instituciones son, en una democracia, resultado de, la voluntad popular, que se expresa más libre y auténticamente a través de las urnas que a través de las concentraciones de masas. Baste pensar en la ilusión y el engaño que pueden producir manifestándose por las calles, varios miles de personas forasteras pretendiendo sustituir por la suya propia la voluntad de los ciudadanos residentes en la población de que se trate, los cuales no suministran a la concentración más que un pequeño grupo de participantes. Por eso la autoridad pública tiene a menudo excelentes razones para prohibir una manifestación, incluso pacífica.

Tal es el motivo por el cual, sin quitar a la manifestación del día 28 nada del valor que, prudente y razonablemente, deba atribuirsele (pese al confusionismo que las reacciones de unos y otros han suscitado en torno a ella), debemos considerar que todavía tiene más importancia la recomendación que la asamblea suprema del PNV haga a los ciudadanos acerca de la actitud que deben adoptar en el referéndum constitucional.

Un a actitud inadmisible

E insisto en este punto con tanto mayor ahínco cuanto que -según parece- una de las actitudes que el PNV tiene más probabilidades de recomendar es la abstención. Cosa que sería gravísima, dado que -como en otras ocasiones he dicho, y no me cansaré de repetir- en una votación libre, democráticamente controlada como el PNV sabe muy bien que va a ser ésta-, la abstención constituye una actitud inadmisible.

Inádmisible por su ambigüedad, que, casi inevitablemente, degenera en fraude: en efecto, no hay derecho a atribuir a nadie más votos que los realmente emitidos a su favor. Y en la abstención, quiérase o no, se suman automáticamente, a las abstenciones políticas, las abstenciones apolíticas debidas a causas tales como fallecimiento, enfermedad, ausencia, indiferencia o ignorancia del elector, errores del censo, etcétera.

E inadmisible por violar el secreto del sufragio: todo ciudadano, por el hecho de votar, se manifiesta ya públicamente -el secreto es aquí imposible- en contra de la consigna abstencionista; y por el hecho de abstenerse lo hace -también públicamente- a favor de ella. La libertad del voto, cuyo amparo más eficaz es el secreto, queda es anulada en gran parte, y a veces totalmente. Sobre todo en los municipios pequeños (y en otros que no lo son tanto), votar públicamente contra el partido dominante puede llegar a ser heroico, y bien sabemos hasta qué punto es dominante el PNV en muchos municipios pequeños del País Vasco. Es más algunos hablan de «abstención activa». Siendo la abstención, como es, un acto esencialmente pasivo, esa expresión significa probablemente que se hará campaña abstencionista y que, el día de la elección, muchos que no se moverán para ir a las urnas se moverán, en cambio, para impedir que vayan los demás; y para impedirlo no sólo con la coacción moral (lo que es ya enorme), sino también con la coacción física. ¿Será el PNV capaz de incurrir en semejante monstruosidad?

Ambigüedad

Se alegrará: es que no quiere decir que sí a la Constitución, ni quiere tampoco rechazarla. Pues bien, ¿para qué está el voto en blanco? (y, en último extremo, el voto nulo, en el que una determinada inscripción invalida la papeleta). Pues está precisamente para eso: para no decir que sí, ni decir que no, y respetar al propio tiempo la libertad y el secreto de sufragio, piedras angulares de la democracia. Por ejemplo, en Argentina, durante los años en que se practicó la democracia después de caer Perón y antes de subir al poder Onganía, los peronistas no podían presentar candidatos propios. Y en lugar de abstenerse, votaban en blanco. Los votos en blanco eran, muchas veces, más numerosos que los del candidato triunfante, con lo cual, los verdaderos triunfadores, a la luz del día, eran los peronistas. Sin quebrantar el secreto ni atentar contra la libertad del sufragio, sin mezclar sus propios electores con los abstencionistas apolíticos, el peronismo demostró así, año. tras año, que era la primera fuerza electoral argentina. Consiguió este resultado limpiamente, sin trampas ni ambigüedades.

El PNV, que tanto se queja de las acusaciones de ambigüedad de que es objeto (y que no va a serle fácil desmentir si sus portavoces continúan interpretando diversamente, como hasta ahora, el significado de la convocatoria lanzada para el día 28, prestaría un buen servicio a la democracia, además de prestárselo a su propio prestigio, si diese, para el referéndum constitucional, una consigna que no sea la de abstención. Pero si, contrariamente a ello, recomendase la abstención, además de dar pábulo a los reproches de ambigüedad, se haría acreedor a una acusación todavía más grave: la de impedir, mediante una maniobra antidemocrática, que la voluntad del pueblo se manifieste limpia y libremente.

Porque, sean cuales sean las deducciones que puedan extraerse de lo que ocurra o deje de ocurrir el 28 de octubre, quedará en pie el aserto de que no siempre, ni con mucho, es la calle el reflejo de la voluntad del pueblo. Donde la voluntad del pueblo se expresa, libre y ordenadamente es en las urnas. Por eso, alejar de las urnas a numerosos ciudadanos y -lo que es aún peor- cerrarles a otros el camino de ellas, sería una decisión condenable, indigna de un partido democrático, que deshonraría al PNV, lo pondría en contradicción con sus propios principios y lo rebajaría a la condición del niño rabietudo que dice en su pataleta: «¡No juego, no juego y no juego! » Triste cuadro.

Además, ese arma de dos filos puede volverse mañana contra él. ¿Cómo, si la utiliza hoy, se defenderá entonces contra ella?

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