El Rey
No se entiende la parte del anteproyecto de Constitución referente a la Corona. sin tener presentes los «votos particulares del grupo parlamentario Socialistas del Congreso » (Boletín Oficial de las Cortes, 5- 1- 1978, pp. 712-722). Según estos votos particulares, se suprime el número tres del artículo uno («La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria») y el título tres («De la Corona») se sustituye por otro, «Del jefe del Estado» cuyo articulado es en lo esencial como sigue:«Artículo 45. La Jefatura del Estado la ostentará el presidente de la República, que asume su más alta representación y ejerce las funciones que le otorga la Constitución.»
«Artículo 46. El cargo de presidente de la República tiene una duración de seis años y no será posible la inmediata reelección. Podrán ser elegidos los ciudadanos mayores de treinta años que estén en el pleno uso de sus derechos civiles y políticos.»
«Artículo 47. La elección del presidente de la República se producirá en una sesión conjunta de las Cortes Generales, en la que participarán también cinco representantes por cada territorio autónomo, elegidos por su asamblea legislativa. Será elegido el candidato que obtenga los tres quintos de los votos de los miembros del Colegio Electoral formado de acuerdo con el párrafo anterior. Si en tres votaciones ningún candidato hubiera obtenido ese quórum será suficiente la mayoría absoluta.»
Y así, con toda minuciosidad, a lo largo de ocho artículos más que regulan las atribuciones del presidente y sus relaciones con los demás poderes del Estado.
Esto es lo que propone el Partido Socialista Obrero Español: que sea destronado el Rey Juan Carlos I, se proclame la República y sea elegido un presidente de acuerdo con las normas que ese voto particular establece y regula hasta en sus mínimos detalles.
No estoy seguro de que los ciudadanos españoles se hayan dado cuenta suficiente de esa proposición, de la que nada se anunció en las elecciones del 15 de junio del año pasado. Me gustaría saber cómo se hubiese reflejado esta proposición en las votaciones de ese día.
Hay que advertir que el Partido Socialista no parece insistir demasiado en este voto particular, que está circulando en sordina. A veces se insinúa que no hay que tomarlo muy en serio. Yo creo que sí, y que el PSOE debe formalizarse con lo que propone -como los demás partidos, por supuesto- Una «finta» no parece adecuada a la grave materia constitucional, de la que depende la estructura política de España.
Algunos portavoces del Partido Socialista han dicho, de pasada, que se trata de afirmar la tradición republicana de ese partido, y han añadido que no han colaborado con la Monarquía, a lo largo de su historia, porque no ha sido democrática. Me permito observar que no colaboraron con ella mientras fue democrática (1875-1923), pero sí cuando dejó de serlo, durante la Dictadura de Primo de Rivera, cuando don Francisco Largo Caballero fue consejero de Estado -y no digo que hicieran mal, sino simplemente, que lo hicieron-.
¿Va a mantener el Partido Socialista ese voto particular? ¿Va a votar el derrocamiento de la Monarquía y el establecimiento de la República? Espero que sí, porque otra cosa sería una extremada ligereza en materia gravisima: no se trata de unas declaraciones en una rueda de prensa o un artículo volandero, sino un voto preciso y minucioso que pretende modificar esencialmente un título capital de la Constitución futura.
Hay otra posibilidad: que la única función de ese voto particular haya sido conseguir, con promesa de su retirada ulterior o de la abstención de la minoría socialista, que la figura del Rey se desvanezca en el anteproyecto que se reduzca a una figura decorativa sin funciones efectivas y, por tanto, sin ningún interés. En otras palabras, que haya Monarquía, pero que no valga la pena.
Esto es lo que los españoles no debemos aceptar. Estamos en el momento decisivo de nuestra historia, cuando vamos a supera la falta de vida política durante cuatro decenios e iniciar una etapa que debe ser, que tiene que ser, creadora. No se nos puede pedir que establezcamos una Monarquía inerte, puramente ornamental, sin originalidad, imitación desteñida de formas residuales incapaces de suscitar entusiasmo. Soy un viejo republicano que no ha renunciado al uso de la razón -de la razón histórica quiero decir-, y por eso me he decidido a pensar a fondo qué puede ser una Monarquía adecuada al último cuarto del siglo XX y a un país de las condiciones de España. En vista de que los monárquicos no parecían muy dispuestos a hacerlo, me encargué de ese esfuerzo de pensamiento, en varios artículos recogidos en La devolución de España («Jefe del Estado o cabeza de la Nación?», «El prejuicio de la sociedad amorfa», «Instituciones sociales» y «El horizonte hispánico de España») y en otros posteriores, aparecidos en estas mismas columnas: «Constitución de una Monarquía nueva», «El símbolo y la función», «La función social de reinar».
Creo que en la España de hoy la Monarquía puede realizar -va a realizar- el programa de libertad y saturación nacional que la República debió llevar a cabo, lo que constituyó la promesa que nos entusiasmó a muchos, a mí cuando no había cumplido diecisiete años, que me hizo oponerme sin descanso a su destrucción (desde fuera, por supuesto, pero apenas menos desde dentro, como puede probarse documentalmente sin más que repasar las tesis y acciones políticas de muchos que parecen ahora, a destiempo, como sus defensores).
Por esto no me parece discreto que el anteproyecto diga al final de su artículo uno: «La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria.» No soy jurista, ni experto en Derecho Constitucional -como innecesariamente han recordado algunos ilustres profesores-, pero pensaría que el Estado es la forma política de la Nación, y la Monarquía o la República sus formas de Gobierno. En todo caso, ¿por qué definir «Monarquía parlamentaria»? Se ha dicho «constitucional», es decir, ajustada a la Constitución; si en el propio texto de ésta no se dice, ¿dónde? El Parlamento es sólo uno de los instrumentos u órganos del Estado; podría haber una monarquía parlamentaria que no fuese constitucional; en rigor, las antiguas monarquías absolutas que reunían Cortes eran parlamentarias, pero no constitucionales; y puede haber parlamentos nada democráticos -por ejemplo, los de los países comunistas, o, sin ir muy lejos, las viejas Cortes Españolas del régimen anterior, que hubiera podido llamarse «parlamentario» -.
Si se lee con cuidado el título «De la Corona», en el anteproyecto, cuesta trabajo encontrar alguna función efectiva reservada al Rey, «Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia». El texto añade algunas vaguedades: «Arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones; tutela los derechos y libertades reconocidos por la Constitución.» ¿Cómo lo hace? El texto legal se encarla de que no pueda hacerlo. Lo único que puede hacer por sí, con iniciativa propia, es esto (artículo 57, 2): « El Rey nombra y releva libremente a los miembros civiles y militares de su Casa.»
Ni siquiera puede hacer lo que los socialistas proponen para el presidente de la República; por ejemplo, «dirigir mensajes a las Cortes Generales». Según el anteproyecto, corresponde al Rey «nombrar al presidente del Gobierno»; pero como añade: «en los términos previstos por el artículo 97», resulta que no puede más queproponerlo; y aún añade: «y poner fin a sus funciones, cuando aquél le presente la dimisión del Gobierno -, es decir, que no puede poner fin. Así en todo; léase el anteproyecto y se verá lo que es dejar una función reducida a su caparazón o esqueleto externo, sin sustancia ni contenido, sin posibilidades de servir eficazmente al país.
¿Es esto lo que interesa a Espana? Cuando puede convertirse en una nación nueva, original, innovadora, capaz de enfrentarse con los problemas que tenemos delante, para los cuales hacen falta recursos adecuados; cuando la aceleración de la marcha de las cosas hace que las fórmulas resulten rápidamente anticuadas, lo que se nos propone es renunciar a apretamos contra la realidad, tratar de ánticiparla, buscar los instrumentos capaces de ordenar inteligentemente nuestra vida nacional y situarnos en el mundo internacional con la ventaja de instituciones nuevas, nacidas de una larga y dolorosa expériencia.
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