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Gutiérrez Mellado, entre la política y la milicia

El nombramiento del teniente general Gutiérrez Mellado como ministro de Defensa, la creación de un único Departamento militar en el nuevo Gabinete ministerial y la renuncia voluntaria de su titular al servicio activo, con pase a la situación de reserva a petición propia, suponen, a un tiempo, una de las innovaciones técnicas más importantes del nuevo Gobierno y una muestra de actuación política y militar de honda significación.Por encima de algunas opiniones personales, o de reticencias nacidas en los sectores más conservadores la unificación del mando militar, a todos los niveles, era una necesidad sentida desde hace tiempo en los propios cuerpos del Ejército.

Los problemas de ordenación y estructuración interna de las tres armas cobraron mayor coherencia con la institucionalización definitiva de las jefaturas de Estado Mayor, en cada uno de los tres Ejércitos -la Armada se había adelantado en este terreno- y con la creación de la figura de presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, que asumió la jefatura de la línea de mando militar, unificando, aún más, la línea de mando de cada una de las tres armas de la que es directamente responsable cada uno de los jefes de Estado Mayor.

La filosofía de este empeño era, en el fondo, tan elemental como trascendente: deslindar definitivamente la línea de mando militar de la político-administrativa. En amplios sectores del Ejército, la interconexión entre política y milicia -cuyo exponente más notorio era la presencia de tres militares en activo dentro de los sucesivos Gobiernos de Franco- era tenida como un hecho excepcional y poco acorde con la concepción moderna de los ejércitos.

Eran, pues, dos grandes objetivos a conseguir: mayor eficacia técnica en lo puramente militar y despolitización de una imagen necesariamente mezclada en asuntos contingentes de gobierno. A estos efectos, el real decreto-ley de 8 de febrero pasado, por el que se creaba la Junta de Jefes de Estado Mayor y su presidencia, unida a la de jefe del Alto Estado Mayor, supuso el paso decisivo para hacer posibles esas directrices.

La creación del Ministerio de Defensa completa el menos las necesidades más urgentes de esa línea de pensamiento y, cuando ya se daba por segura su existencia en el nuevo Gabinete, comenzaron a barajarse nombres y posibilidades de titularidad.

Se habló de un Ministerio de Defensa cuyo titular fuese un civil, al modo de los países occidentales, y se habló también de un paso intermedio que consistiría en encomendar esa tarea a un teniente general, o almirante, en la reserva, de modo que se hiciesen compatibles un cierto grado de presencia militar en las decisiones de gobierno relacionadas con la Defensa, pero sin desviarse del propósito separador entre la política y el mando activo.

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La gran sorpresa, en medio de estos planteamientos, ha sido, justamente, el pase voluntario a la reserva del teniente general Gutiérrez Mellado, para asumir la nueva cartera. Parece evidente que la voluntad de mando de un militar, o el ejercicio del poder, tiene cauces más que suficientes, en el propio reducto de su actividad castrense. Si ello se refiere a un soldado ilustre, de reconocida competencia y con destinos de alta responsabilidad asegurados, se disipa cualquier duda de pura apetencia de poder personal.

¿Cómo explicarse entonces la decisión del nuevo ministro de Defensa? Sólo cabe una interpretación válida: al hombre más relevante de esa nueva línea en la corrupción de la Defensa nacional se le ha pedido que estuviese al frente de una operación que todavía necesita de un conjunto de medidas y decisiones importantes hasta consolidarse y configurarse definitivamente. La pericia técnica y la existencia de unos equipos a sus órdenes, perfectamente compenetrados en esta tarea, habrán aconsejado su nombre para esta operación de envergadura que emprenden las Fuerzas Armadas en la nueva hora política.

Su decisión de abandonar el mando activo parece, por encima de cualquier otra consideración, un alto ejemplo de rigor militar y una muestra de coherencia entre las propias convicciones y la capacidad de renuncia para poder llevarlas a cabo.

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