Yo disparé a J.R.
En septiembre de 1983 yo tenía 12 años y pocas preocupaciones (entre una y ninguna). En aquellos tiempos (Dios me libre de ponerme nostálgico) la oferta televisiva no era la de ahora –un mando con cuatro cinco teclas era más que suficiente para manejarse por aquel páramo-, internet era una entelequia y los videojuegos estaban a punto de entrar en una nueva dimensión (una "r" tiraría un montón de "z" contra un temible monstruo compuesto a base de "X"). En resumen, podías salir a la calle a jugar a lo que fuera, suplicar a tus padres que se gastaran un pico y te comprarán un VHS o un Beta (lo del 2000 ya era sospechoso incluso para los estandartes de la época) o -simplemente- mirar la tele.
En Catalunya, aquella época donde aburrirse era una religión (¿por qué el mundo tiene ahora tanto miedo a aburrirse, aunque sea un rato?) vivió un seísmo con la aparición de TV3. La cadena era la primera intentona por hacer una tele en catalán, lo cual -siendo ahora muy normal- parecía una deliciosa chaladura.
Obviamente la cosa empezó con concursos, noticias y un sinfín de programas de producción propia, pero era necesario algo más. Algo que pudiera convencer al mundo de que aquel invento que -por fin- nos ofrecía la posibilidad de escuchar nuestra lengua materna no quería ser solo un instrumento cultural sino que sería capaz de entretener tanto o más que cualquier otra propuesta catódica.La gran apuesta de la cadena tendría nombre propio: una serie estadounidense llamada Dallas.
Aún puedo recordar la primera vez que vi aquellos títulos de crédito, escuche aquella música y aparecieron todos esos tipos con sombreros del tamaño de la carpa del Cirque Du Soleil entre imágenes de extrañas máquinas que se movían arriba y abajo, vacas y edificios gigantes. Todo me parecía muy folclórico, un punto surrealista y algo delirante.
Ahora bien, cuando el primer tipo apareció en pantalla y se puso a hablar en catalán confieso que todas mis manías de niño de 12 años se fueron al limbo de los prejuicios infantiles. Era fascinante ver a aquel hombre con pinta de millonario y botas de cowboy hablar igual que mi vecina del cuarto o el quiosquero del barrio.
Aquello me duro varios episodios hasta el punto de plantearme si sería verdad que en Estados Unidos hablaban todos en catalán y quedar decepcionado cuando mi madre me aclaró el concepto "doblaje".
Sin embargo a medida que avanzaban los episodios (que coronaban los domingos noche y cuyo único punto negativo es que cuando acababan debía empezar a pensar en mi lunes de colegio con los maristas y en que pasaría una semana antes de ver otra vez Dallas) empecé a sentir una fuerte adicción hacía las aventuras de aquellos magnates del petróleo, sus fantásticas mujeres y los imbéciles que sufrían sus iras semana tras semana.
Creo que fue la primera vez que accedía a un formato no-autoconclusivo que te dejaba cada semana con la ansiedad de "¿qué va a pasar ahora?". Eso y J.R. Ewing fueron la causa de no pocas noches en blanco pensando que iba a pasar (con mi mente de 12 años tampoco llegaba demasiado lejos, la verdad sea dicha) en la siguiente entrega.
J.R. Ewing (interpretado a la perfección por Larry Hagman Jr.) era el hombre más malo que había pasado por mi vida televisiva: era malvado, tenaz, retorcido, diabólico... fascinante. Tenía esa maravillosa sonrisa mefistofélica, una personalidad a medio camino entre Maquiavelo y Napoleón y la irresistible necesidad de hacerle la vida imposible a Cliff Barnes, un tipo bajito con cara de torta. Barnes era como el tonto del pueblo, todo el mundo sabía que tarde o temprano Dios bajaría del cielo y le daría una colleja (o varias). De hecho, muchos episodios acababan con esta pobre criatura dándose cuenta de que J.R. le había hecho otra envolvente y de que era un poco más miserable. Nadie se ha arruinado tantas veces como Barnes, ni en la tele ni en la vida real.
La otra víctima favorita de J.R. era su sufrida mujer, Sue Ellen, una señora con problemas relacionados con los vapores etílicos que hubiera hecho mejor casándose con un bisonte. En el s.XXI el matrimonio de Sue habría durado unos diez minutos pero en Dallas en los '80 tocaba apechugar así que la pobre mujer se pasaba el día llenándose el vaso y haciéndose la dormida.
Luego estaba Bobby Ewing, el guapo de la serie y hermano de J.R., él era el contrapunto moral de la serie. Su novia, Pamela, aparecía siempre en cámara protegida por un filtro que le otorgaba el cutis de una niña de cuatro años. También pululaban por ahí Lucy, una chica bajita que aparecía de cuando en cuando sin saber muy bien por qué, y los patriarcas Ewing (bueno, la patriarca, ya que él señor Ewing Senior la palmaba de buenas a primeras).
El gran momento de la serie sobrevino cuando le descerrajaron unos tiros a J.R. y el mundo entero se empeñó en saber quién había sido. En Estados Unidos se hicieron adhesivos, camisetas y pósters con la inscripción: "Yo disparé a J.R.". A partir de entonces Dallas pasó a tener un status de culto del que sigue gozando a día de hoy.
No he vuelto a ver la serie por la misma razón por la que no he vuelto a ver Mazinger Z o el Comando G, porque los recuerdos alterados (por vía de la revisión voluntaria) acaban siendo pesadillescos, pero mi vida tuvo un antes y un después y desde entonces he conocido a unos cuantos J.R. y algunos Cliff Barnes y debo confesar -con cierto reparo- que siento mucha más simpatía por los segundos.
Lo cierto es que repasando los títulos de crédito para escribir este post no he podido evitar un escalofrío: que grande era Dallas.
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