Como el oro
Después de vivir muy por encima de su nivel, con un jabalí en el maletero del todoterreno, a punto de ser derrotada por la crisis económica, alguna gente preclara ha descubierto que el verdadero horizonte se halla a la espalda. Ante sus ojos se extiende un paisaje cerrado por un muro difícil de saltar, pero esta gente lúcida vuelve ahora el rostro atrás y no muy lejos bajo un cielo limpio divisa un valle fértil donde está el pueblo con la pequeña huerta familiar. Frente a la amenaza de quedarse sin trabajo o de ensayar una nueva esclavitud en la ciudad, algunos ejecutivos, algunas periodistas, algunos creadores piensan en regresar a su lugar de origen a plantar habas, a criar gallinas, a leer, oír música, amasar pan con las propias manos y pasear bajo los olmos. No se trata de retroceder o de abdicar, sino de conquistar una nueva vida más romántica, más austera, más natural, sin pensar siquiera en la crisis económica. Alguna periodista se imagina como Maureen O'Hara sacando agua de un pozo mientras su pareja con mono de tirantes corta troncos o repara el tejado o vuelve de la caza con un conejo ensangrentado en el zurrón. La chica llena una gran cuba de roble con agua humeante dentro de la cual él canturrea mientras lo friega con un guante de esparto. Al final de la cena Maureen saca de la alacena una tarta de frambuesa que degustan los dos mirándose intensamente a los ojos y al terminar el postre la mujer se retira y unos minutos después aparece su silueta en el vano de la alcoba con un camisón transparente y el pelo suelto por los hombros. Puede que en la ciudad se hunda la historia pero no será suficiente esta catástrofe para que dejen de cacarear las gallinas y no haya habas en primavera ni crezcan los espárragos silvestres en los barrancos el día de la propia resurrección e incluso para esa periodista cuarentona, que ha quedado en el paro, no se convierta en una pelirroja Maureen O'Hara y su chico, que un día fue un alto ejecutivo, hoy ejecutado, sea también un James Stewart con largos calzoncillos de felpa. Y si la crisis aprieta más, aún queda en el horizonte de atrás el huerto de Horacio donde se hallan todos los placeres a la medida humana: ponerse boca arriba y ver pasar las nubes, que un día serán de plomo y otro de sangre como el oro.
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