Mágico González: "Mi obsesión fue ser feliz sin pisar a nadie"
Nunca fue fácil cazar a Mágico González. Llegaba al área aquel tipo flaco, media melena, cara de sueño atrasado, desparpajo de niño de barrio, y el defensor de turno no sabía si ponerse así o asá para evitar una finta que, cuando quería darse cuenta, ya se conjugaba en tiempo pasado. Más de 20 años después, sigue siendo difícil cazar al salvadoreño Jorge González, futbolista del Cádiz y del Valladolid en la década de los ochenta, amigo de Camarón y de Maradona, artista como ellos, también como ellos espíritu libre, amante de la noche y de sus territorios prohibidos.
El teléfono suena mil veces y Mágico, que ya ronda los 50, no contesta. En Cádiz ya se estarán sonriendo. Porque fue allí donde su leyenda de juerguista, de tipo incapaz de respetar una cita, se fue forjando. Para quien no se acuerde y no tenga ganas de pasarse por YouTube -donde Jorge González sigue regateando a quien se le ponga por delante-, habrá que decir que Mágico nació en San Salvador, que se hizo futbolista en la canchita de La Flor Blanca, su barrio, que en cuanto despuntó se lo llevaron a España y que, gracias a sus hazañas al borde del área, se convirtió en la única alegría de un país, El Salvador, sumergido por aquel entonces en una guerra civil que duró 12 años y se llevó por delante a más de 75.000 personas. Mágico fue entonces, y lo es todavía, un motivo de orgullo para los salvadoreños.
El futbolista que triunfó en el Cádiz sigue siendo un héroe en El Salvador
Después de dos visitas a El Salvador, el periodista consigue por fin quedar con Jorge González. Está cenando en un restaurante cercano a su casa con dos ejecutivos de una marca de calzado que, ¡dos décadas después!, sigue vendiendo zapatillas con su nombre de guerra. Deben estar hablando de negocios, así que cuando Mágico ve la posibilidad de eludir lo trascendental para hablar de Cádiz y de fútbol -no hay mejor anzuelo para un pez tan escurridizo-, enseguida hace sitio en la mesa: "Date una vueltecita por aquí y nos tomamos una cervecita, ¿no?".
Y, unos minutos después, ahí está el Mágico González -sentado al abrigo de un árbol enorme que recuerda a los dragos milenarios de Cádiz-, como si no hubiera pasado el tiempo. Con su media melena, sus pantalones de chándal, sus gafas de sol en medio de la noche. Dice la leyenda que sus entrenadores lo tenían que ir a buscar a las discotecas, que se quedaba frito en los vestuarios, que se iba a dormir siempre tarde y nunca solo, que pudo haber sido lo que no llegó a ser, pero que aún así fue mucho... Y si no se acuerdan o no tienen edad para acordarse, dense una vueltecita por You Tube, escriban Mágico González y lo entenderán todo. O casi todo.
Porque lo que no enseñan los vídeos es el carácter de Jorge González. "Mi obsesión siempre fue pasarlo bien. Quise ser feliz sin pisotear a nadie". Y tal vez por eso no haya en ningún otro lugar un héroe tan querido. Mágico tiene dos extrañas virtudes. Una es que habla bien de todo el mundo. La otra es que le echa agua a sus méritos. Cuando se le recuerda que fue un artista, contesta: "Eso decían en Cádiz". Cuando alguien pone sobre la mesa que el duende no se aprende, matiza: "Pero la falta de arte se puede suplir con el trabajo...". Al final de la cena, Jorge González choca sus puños con los camareros y sale al aparcamiento. Se despereza, mira la luna y sonríe: "Qué bien lo pasé yo jugando en el Cádiz. ¿Nos tomamos una copita?". El área y la madrugada. Los amados territorios del Mágico.
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