La gran evasión
El caso de los tres millares de cuentas en un banco suizo por una cuantía de 8.000 millones de euros, evadidos por unos 1.000 adinerados españoles, ha vuelto a atizar la demagogia y el típico complejo de los tratos de favor a los más ricos. Ya es sospechoso que hayan sido los servicios secretos franceses quienes hayan profanado este santuario de la pasta gansa.
Hace dos años, ocurrió algo parecido. La lista de víctimas de Liechtenstein, unos 198 patriotas titulares de depósitos astronómicos, fue el fruto de otra intromisión, la de los servicios secretos alemanes. También se oyeron entonces las voces de la turbamulta, hambrienta de patronímicos. ¡Que publiquen los nombres! ¿Los nombres? ¡Como si evadir estuviese al alcance de cualquiera! En realidad, estamos ante un típico movimiento conservacionista. Hay que poner el dinero a salvo. Es un invertebrado delicadísimo. Hay que hibernarlo en las grutas alpinas. Liberarlo como transparente lepidóptero en las islas caribeñas. Que críe como coleóptero coprófago en las pulcras alcantarillas de Liechtenstein. Este último es un país admirable. Monárquico, católico, con un jefe de Estado que lleva por nombre Adam II y donde tienen residencia 73.700 compañías, el doble de empresas que de habitantes. Un maravilloso hábitat donde el dinero no sufre el estrés de los cazadores de impuestos. El dinero también tiene sus tradiciones, su identidad. Desde la época dorada de la Compañía de Indias, gran parte del dinero español se adiestró en la elusión y la evasión. Aquí el núcleo del Estado no fue la agencia tributaria, sino la inquisición. No es que los ricos quieran evadir impuestos, es el dinero que se les va. Tiene ese vicio, esa nigromancia. Tú guardas la pasta en el colchón y al día siguiente ya está en Ginebra, metiéndose por las chimeneas del HSBC. Aquí Hacienda no hubo hasta Fernández Ordóñez, que también trajo el divorcio. Las desgracias, monseñor, nunca vienen solas.
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