'True blood'
La conquista de Internet empieza a adquirir caracteres épicos semejantes a los de la conquista del Oeste. De hecho, lo que cuentan los colonizadores situados en la primera línea de fuego posee las características de los relatos fronterizos. Hay allí un mundo raro que no podemos ni imaginar quienes holgamos en la retaguardia o avanzamos colocando los pies sobre las huellas de los valientes que nos han precedido. Un mundo poblado por seres de siete cabezas cuyas costumbres no se parecen en nada a las nuestras y a los que las leyes de aquí les suenan a chino. Hay que haberse jugado la cabellera para opinar sobre lo que conviene o no conviene hacer en ese mundo. A la espera del nacimiento de un Mark Twain capaz de escribir literatura de la buena sobre el asunto, tenemos que conformarnos de momento con los aventis de los exploradores que, sin afeitar y en traje de campaña, nos cuentan historias alucinantes de los nativos de la Red. Aunque a veces me molesta un poco su tono de superioridad (como el de los primeros amigos de la juventud que viajaron a Londres o leyeron a Sartre), los escucho, por lo general, embobado. Me sorprende que a los indígenas del mundo digital les gusten los contenidos del universo analógico tanto como la sangre humana a los vampiros. De hecho, nos los chupan sin piedad, porque no son capaces ya de vivir sin ellos. Eso sería una buena noticia si pudiéramos solicitarles a cambio alguna prestación. Podrían darnos baratijas digitales o botellas de whisky virtual, como hicimos nosotros en su día con los indios. Pero quienes han dormido en sus tiendas y han intercambiado con ellos material genético, aseguran que es una ingenuidad pretender que acepten nuestras normas. A ver si inventamos unos contenidos sintéticos que, al modo de la sangre artificial de True blood, los alimente sin desangrarnos.
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