Pasear y soñar
Me fui a la cama a la hora de siempre. Encogí las piernas, doblé la espalda, metí la barbilla en el pecho, me tapé hasta las orejas con el edredón e imaginé que salía de mi cuerpo y viajaba por el aire hasta el centro de la ciudad. La luna iluminaba el ambiente, pero proyectaba también grandes sombras sobre la ciudad; a veces me parecía ver la mía atravesando la terraza de un ático. Reconocía cada edificio, enumeraba sus particularidades, reparaba en los pormenores de las esquinas, nombraba las calles... Se trata de un ejercicio recomendado por mi médico para la memoria. Al principio lo hacía por obligación, pero luego empezó a divertirme y estaba deseando meterme en la cama para volar.
El caso es que al pasar por encima del tanatorio de la M-30, algo me impulsó a descender. Tras curiosear un poco por las salas, me introduje en la cabeza de un cadáver asomándome a través de sus ojos al exterior. Al otro lado de la pecera donde se encontraba el ataúd había una mujer de espaldas, recibiendo el pésame de un hombre cuyo rostro me resultaba vagamente familiar. Tras unos instantes, el hombre se retiró y la mujer se dio la vuelta. Iba de negro, con un collar de plata que le traje de México, pues se trataba de mi mujer. La impresión, mortal, me hizo regresar volando a mi cuerpo, donde abrí los ojos para comprobar dónde me encontraba realmente. Y me encontraba en el ataúd. Oh, Dios, no puede ser, me dije, pero cierra los ojos, espera unos segundos, vuelve a abrirlos y todo habrá regresado a su ser, como cuando el cerrojo del cuarto de baño funciona al segundo intento. Lo hice y, en efecto, ahora estaba en la cama. No he vuelto a imaginar que salgo por las noches, aunque sea bueno para la memoria. También dejé de pasear, que según el mismo médico era excelente para el corazón, porque llegaba a sitios que no debía.
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