Otegi
Por sus pasos contados, Arnaldo Otegi va consiguiendo su objetivo: convertirse en una figura mediática. Para serlo, como en todas las actividades, no basta proponérselo; hay que cumplir varios requisitos: aptitudes innatas, tanto físicas como mentales; entender las reglas del juego y sus limitaciones; dedicación exclusiva, y, lo más importante, saber renunciar a mucho. En las grandes ambiciones, como en los globos aerostáticos, cuenta menos el combustible que se tiene que el lastre que se suelta. Nuestro personaje cumple con creces. De aspecto es lo que en las zonas rurales se llamaba un buen mozo, aunque le ronda una obesidad que puede hacerle más daño que un fiscal; sabe hablar a las cámaras como si hablara en público, con el énfasis justo para no parecer desganado ni histérico; es fotogénico en la prensa, porque sólo tiene una expresión, mezcla de convicción, cólera y desdén, que resume su mensaje. De su entrega a la labor no hay ni que hablar. Y lo mismo de su conocimiento del medio en que se mueve. Porque para ser una figura mediática, y el ridículo incidente judicial de la semana pasada lo confirma, lo esencial es saber sobredimensionar la vaciedad.
El devoto de un mediático sólo quiere que le dejen sentir devoción y manifestarla sin decoro. En cambio, rechaza que le pidan discernimiento o le planteen dudas. Sólo reclama ver al ídolo haciendo lo de siempre en su mejor pose. Pero no es, aunque lo parezca, incondicional: el devoto mediático requiere la presencia constante de su ídolo, porque si lo deja de ver, lo olvida de inmediato y coloca su devoción en otra cosa.
Esto Otegi lo sabe, y se adapta. Raro es el día en que no aparece recogiendo aplausos o denuestos de su estrecho huerto, magnificado por su esfuerzo y por la caja de resonancia de un partido de oposición obsesionado en meter arenilla en la caja de transmisión del coche en el que vamos todos. Entusiasmado de antemano con lo que dirá, o sea, nada, perseguido sin perseguidor, héroe de sí mismo y mártir imaginario, Otegi recita el monólogo de una obra sin argumento, ni diálogos, ni acotaciones, que el eco de las bombas y los tiros eleva a la categoría de drama. Y en esta categoría obtiene año tras año el premio al actor revelación.
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