Equivocaciones
Me he preguntado muchas veces por qué los políticos nunca reconocen sus errores. Por qué, si la capacidad de equivocarse es una condición universal de los seres humanos, ningún político de ningún partido se sienta nunca ante un micrófono para pronunciar unas palabras que todos decimos todos los días, y casi siempre más de una vez: lo siento, me he equivocado, he cometido un error, perdóname. Se diría que pretenden situarse al margen de las debilidades propias de su especie, pero al hacerlo, se excluyen también de su grandeza. Sólo aprendemos de los errores que hemos cometido, y reconocerlos es una prueba de honestidad intelectual y de integridad moral que, en teoría, debería mejorar las expectativas electorales.
Las de Zapatero han empeorado en el malabarismo verbal de los sinónimos que se dedica a espolvorear, como si fueran polvos mágicos, sobre una crisis que devora sustantivos, adjetivos y adverbios con idéntico apetito. Solbes, más sintético, porque es de ciencias, comenta las peores cifras económicas diciendo que no son datos positivos. Yo miro a mi alrededor, descubro que en otras crisis, las que sacuden a los partidos de la oposición, tampoco nadie ha roto nunca un plato, y concluyo que no se trata de un vicio del poder, sino de la política. Pero, ¿por qué lo hacen? ¿Qué ventajas extraen de su insistencia en perseverar en un error que crece en la misma proporción en que lo niegan?
Ellos saben que la teoría no es la práctica, y que su oficio jamás ha sido tan fácil como ahora, cuando los errores se pagan sólo cada cuatro años porque los ciudadanos creen que la política no va con ellos, que no tiene nada que ver con su vida cotidiana. Así, entre todos, la hemos convertido en la profesión de unos señores que nunca se sienten obligados a reconocer que se han equivocado. Y ésa es la mayor de las equivocaciones.
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