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Columna
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Dioses

"Si hubiera dioses yo quisiera ser dios. Por tanto no hay dioses". Así habló Zaratustra, el muñeco ventrílocuo de Nietzsche, con un orgullo que le salió directamente de la tripa. Negar a los dioses o arrojarlos por la borda me parece una forma demasiado ruda de librarse de la desgracia de ser humano. Pese a lo que diga Zaratustra los dioses existen. De hecho cualquiera puede ser dios si uno no espera demasiada gloria de ese oficio. No es tan difícil. Incluso tú mismo, sin ir más lejos, puedes realizar actos que estaban fuera del alcance de los dioses antiguos. No hubo habitante en el Olimpo que supiera quemar como Bogart cualquier pasión en la brasa de un Chesterfield demorando la muerte en cada calada. Ni en el paraíso existirá nunca un morbo comparable con el que te ofrece esa chica desconocida en el vagón del suburbano invitándote con la mirada a apearte en su misma parada. Hubo un momento en que toda la belleza del universo se concentró en la mandíbula de Ava Gardner. La frustración de Nietzsche consistía en que no podía ser dios. Probablemente habría superado esa neurosis si en lugar de caer en brazos de la histérica Lou-Salomé en las brumas de los Alpes, hubiera soñado con el placer de sorprenderse vivo bajo una parra junto al Egeo mientras sonaba un acordeón sobre una cazuela de mejillones. Los dioses antiguos vivían enjaulados en el tiempo y en el espacio infinitos sin poder librarse de esa maldición; en cambio cualquier mortal puede reducir con la mente el tiempo a un cuarto de hora de felicidad y el espacio a un lugar del sur donde vuelen las alfombras. Esa facultad es la primera prueba de tu omnipotencia. Puedes ser inmortal con sólo comerte un higo mientras concentras todo el deseo en ciertos labios. Al final de la vida siempre se llega con la sensación de que no se ha conseguido realizar los sueños. Sólo los tontos mueren satisfechos, pero no existe persona inteligente a la que el azar le ha negado un día de gloria en un ínfimo reino, en el que por un instante fue dios. Puede que ese reino fuera sólo el espejo del cuarto de baño donde se reflejaba tu juventud, en el que alguien, que acaba de salir, había dejado escrito con un lápiz de labios: tienes el pan en el tostador y el zumo en la nevera, te amo.

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