Día de ayer
Ayer hacía un día muy desapacible en Barcelona, similar a aquel otro 11 de marzo de hace cinco años, en Madrid. Leer la entrevista con Pilar Manjón que publicó este periódico no resultó de ayuda. Hace frío en la solitaria casa de las víctimas.
Esa mujer es la Antígona que aún hoy alza la cabeza, envuelta en un velo de dignidad, ante nuestras circunstancias actuales. Su simple presencia evoca un dolor, patrimonio suyo y de muchos otros, y que quisimos nuestro, y que ahora ya no parece tan real como en aquellos días. Sus muertos no han recibido aún buena sepultura, por el ninguneo a que se ven sometidos los deudos que les quieren, y los supervivientes. Pero una debe preguntarse: los impuestos que yo pago, ¿no deberían servir, sobre todo, para eso, para devolverles algo de futuro, el indispensable?
Resumía, ayer, Manjón: "Me imagino que, después de cinco años de tirarse nuestros muertos a los pies, unos y otros han llegado a un entente cordial. Ahora ya no interesamos. Todos han tenido quehaceres propios de su cargo, y se les ha olvidado". Un retrato implacable de nuestra clase política, hoy enzarzada en otras batallas, peleándose por otros rehenes. Igualmente esforzados en sublimar la inutilidad.
Cinco años después, esta dama tiene que recordarles a los que manejan los resortes del poder cuáles son los senderos de la rectitud. Qué falta, qué sobra.
El desamparo de las víctimas del 11-M, la amnesia, y los seudoconcursos periodísticos que reemplazan el recuerdo -"¿Cree usted que P. Z. tiene o no razón?", como si opinando pudiera hacerse otra cosa que disfrazar la realidad o justificarla-, el recuento de agravios, la espera... Lo peor, el olvido. No el nuestro, el de las instituciones. La desidia gubernamental. El cinismo.
Por esto sí que deberían dimitir unos cuantos ministros.
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