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La epopeya del guano

Es rico en fósforo, potasio y nitrógeno. Obtenerlo cuesta sudor, esfuerzo y algunas lágrimas, pero sobre todo implica conservar el ecosistema marino, en un juego que involucra a peces, aves y, por supuesto, al factor humano. Conocer este abono natural, ancestral riqueza peruana, implica toda una aventura

La isla Guañape Norte, en Perú, es pálida, sin vegetación, de una arena y una roca medio amarillentas, pero luce cruzada por miles de raudos puntitos negros. Al acercarse más, esos puntitos cobran mayor vida y ruido, revolotean, se mueven entre la isla y las olas, conformando un auténtico enjambre oceánico. Pero no son insectos, son aves, miles, millones acaso. Son incontables, como en la tenebrosa película Los pájaros, de Alfred Hitchcock.

Alfredo, el botero que conduce la lancha hacia la isla, lleva al periodista a dar una vuelta por algunos acantilados para que compruebe la inmensidad de la bandada. En una ladera de tierra están apostados, sobre sus nidos, cientos de piqueros (Sula variegata), un ave marina parecida a la gaviota, de pico puntiagudo, lomo negro y pecho blanco. Y de mirada desconcertante.

Hace dos siglos, las vetas de excrementos llegaban a medir hasta 50 metros

Sus nidos son como pequeños círculos de tierra, desperdigados por cientos en laderas, pampas y acantilados. Más allá, el ruido aumenta, a decibelios casi insoportables. Se trata de una guardería natural de bebés pelícanos (Pelecanus thagus), instalada, sin permiso, junto a la casa de Proabonos, una empresa aposentada en la isla en busca de algo.

¿De qué? Del excremento de esas dos aves y también del que deja el guanay (Phalacrocorax boungainvillii). Los hombres que allí viven, trabajan y sufren, recogen, por temporadas, ese vital elemento, que no es un desecho, y que ha servido para abonar ingentes campos en Europa.

HOMBRES Y AVES

Del muelle construido por Proabonos, compañía estatal peruana dependiente de Agro Rural (institución del Ministerio de Agricultura), hay que subir por una escalera de cuerdas, similar a la que usaban los piratas. La isla se encuentra a casi dos horas de las costas de Trujillo (a unos 600 kilómetros al norte de Lima), frente a Puerto Morín, y disponen de lo necesario, pero ningún lujo: unas oficinas modestas, un almacén, el muelle de madera, un comedor y un edificio para alojar a las decenas de trabajadores que pasan semanas entre el guano.

No es una metáfora. El guano (palabra que viene de wanu, que en quechua, idioma andino peruano, significa precisamente excremento) de las islas Guañape, es decir, los coprolitos de estos miles de aves, se extrae manualmente, en jornadas que comienzan alrededor de las cuatro y media de la mañana y se prolongan, sudorosamente, hasta el mediodía.

Lenin Jiménez, encargado de la capacitación ambiental, explica más dimensiones de esta actividad que, digamos, recicla lo que podría parecer inservible y lo reinyecta en el ciclo de la vida en forma de abono. "Acá no molestamos a las aves, son nuestra riqueza", dice.

Es cierto. Las aves están amansadas. La guardería de los pelícanos, por ejemplo, se encuentra muy cerca de la oficina, debajo de una especie de balcón. Los pichones, pelados y de aire prehistórico, gritan ahí a pico desatado, sin que los obreros o ingenieros les toquen un plumón. Son la joya de estas tierras solitarias.

Por donde uno voltee hay aves. Encima de los techos, en la escalera, en los cerros, en el aire, en los acantilados, en el muelle. Parecen haberse confundido con el ser humano en una mutua asociación de beneficio: los hombres les cuidan el ecosistema -donde habitan las anchovetas, su principal alimento- y ellas dejan su huella orgánica para fertilizar.

Porque el guano sirve para hacer florecer la tierra sin apelar a fórmulas químicas peligrosas. Su alto contenido de potasio, fósforo y nitrógeno alimenta suelos necesitados. Además no contamina, asunto fundamental para tiempos de agricultura orgánica. "Es un abono sumamente valioso", afirma Jorge Díaz, jefe de operaciones de Proabonos.

Y aún más: el guano todavía está allí tras vivir una auténtica epopeya histórica, que dio un impulso financiero vital a la naciente República del Perú en el siglo XIX, que casi provocó guerras y que se mantuvo hasta el siglo XX como un ejemplo de sostenibilidad.

ORO EN POLVO

En rigor, el excremento de las aves ya había sido valorado ancestralmente y quizá fue usado por el hombre prehispánico, pero es a finales de la década de 1830 cuando se dispara como una riqueza natural. La hazaña es atribuida, en gran medida, al científico peruano Mario Rivero y Ustáriz, quien había trabajado con Alexander von Humboldt.

Rivero investigó las propiedades fertilizantes del guano de las islas y sus trabajos fueron publicados en Europa, hasta que en 1841 se produjo un primer embarque de ensayo hacia el Reino Unido. Según los historiadores peruanos Marcos Cueto y Carlos Contreras, los resultaron fueron tan alentadores que el producto se disparó en el mercado mundial.

Tal fue su potencial que el mismo año fue declarado patrimonio del Estado peruano y se procedió a arrendar las islas a varias compañías peruanas para que extrajeran y vendieran el guano a cambio de pagar una suma al erario público. El negocio era mágico: no requería inversión, sólo implicaba esfuerzos de extracción, y se vendía como oro.

Se juntaban, además, dos condiciones redondas. Por un lado, la demanda subía como la espuma en todo el mundo, porque se le consideraba el mejor abono para la agricultura, y los depósitos eran gigantescos, ya que habían permanecido casi intocados por los siglos de los siglos. Las vetas de excrementos entonces podían ser de hasta 50 metros de altura.

Las aves en esa época sumaban decenas de millones, que revoloteaban y anidaban en las numerosas islas y puntas de la costa peruana. La fiebre fue tal que, según el historiador Shane Hunt, entre 1849 y 1861, la firma Gibbs and Sons llegó a vender guano por un monto de 89.055 millones de soles (al menos unos 374 millones de euros).

La mencionada compañía era británica, lo que revela que el negocio pasó de manos peruanas a extranjeras, o a empresas mixtas, debido a que el empresariado local ya no podía solo con el negocio. El Estado peruano, sin mover apenas un dedo, recibía el 60% de las ventas, lo que hizo crecer geométricamente sus ingresos y su poder económico.

Los historiadores peruanos y extranjeros han llamado a este periodo histórico "la república del guano", por el impulso fabuloso que esta sustancia dio al naciente país. Comenzó en 1841 y terminó en 1879, cuando estalló la Guerra del Pacífico que involucró a Perú, Bolivia y Chile. Y que de alguna manera tuvo que ver con el precioso guano.

Los yacimientos de salitre y de guano gravitaron en la disputa que devino en el sangriento conflicto, pero no fue el único episodio bélico estallado alrededor del recurso. En 1865, barcos españoles ocuparon las islas de Chincha, guaneras por excelencia, y el incidente condujo a una guerra de Perú, Bolivia y Chile contra España en 1866.

Antes, en 1852, aduciendo que Perú no tenía control sobre las islas Lobos (costa norte), Estados Unidos mandó sus barcos a ocupar el lugar, lo que casi deviene en un conflicto armado entre los dos países. Gracias a la habilidad de la diplomacia peruana, los cañones no sonaron, pero quedó claro que, en el siglo XIX, el guano era como el petróleo actual.

MUERTE Y RESURRECCIÓN AVIARIA

Tras la Guerra del Pacífico (1879-1882), Perú cayó en desgracia y la emergencia del salitre, otro abono natural, desplazó al guano. Con todo, en 1909 se fundó la Compañía Administradora del Guano (CAG) para reorganizar la explotación de este recurso y usarlo para la agricultura nacional. Entonces comenzó una actividad sostenible pionera.

Durante el boom del siglo XIX, el excremento de las aves, acumulado durante siglos, se había extraído a mansalva, sin ninguna previsión. Para 1910, de las decenas de millones de aves quedaban apenas cuatro millones, lo que ponía en riesgo no sólo el negocio, sino el ecosistema. La nueva entidad, entonces, dispuso una serie de medidas que hasta hoy tienen vigencia.

Por un lado, creó el sistema rotatorio para la extracción del guano, de modo que se dejaba descansar a algunas islas y se favorecía la reproducción de las aves; por otra parte, se restringió la actividad humana (pesca, caza de las mismas aves, recolección de huevos) en los alrededores de los sitios guaneros. Con ello, el hábitat aviario quedaba protegido.

Además se construyeron instalaciones básicas para los trabajadores, así como puestos de vigilancia, algunos de los cuales todavía hoy existen. En Guañape, de hecho, se ven algunos rastros vetustos de estos inicios auspiciosos, que llevaron a que, hacia 1930, la cantidad de aves haya subido a 10 millones. Todo un logro sostenible de antaño.

En 1946, el director de la CAG, Carlos Llosa Belaúnde, hizo algo más: cercó las puntas guaneras para crear islas artificiales donde las aves podían anidar sin mayores amenazas. De acuerdo con registros de la Universidad peruana Cayetano Heredia, esto hizo que los guanayes, pelícanos y piqueros pasaran de 16 millones a 20 millones en sólo 10 años.

Hacia mediados de los cincuenta, sin embargo, aparece en escena un nuevo agente que complica el delicado equilibrio: la pesca industrial de anchoveta, un pequeño pez de unos 15 centímetros abundante en el mar peruano. Comenzaba así otro boom, que fomentó muchas fortunas en el país, pero que a la vez creó un gran problema de sostenibilidad.

El principal alimento de las aves guaneras es la anchoveta. Mientas ésta abunda, abundan las aves. Cuando ésta se esfuma, se produce una hecatombe aviaria o al menos una huida masiva. Las dos principales formas en que esto puede comenzar a ocurrir son el exceso de pesca industrial y la irrupción del temido fenómeno meteorológico llamado El Niño.

Cuando, debido a El Niño, las aguas se calientan, la anchoveta, pez de agua fría, se desplaza hacia el Sur y se fondea. La única especie que puede alcanzarla entonces es el guanay, que bucea varios metros abajo. El piquero y el pelícano, en cambio, sucumben literalmente de hambre, escena que se ha podido apreciar en Guañape.

Durante esta visita a las islas, en el verano suramericano, el fenómeno apenas llegaba a su nivel medio, pero en algunos nidos se apreciaba el llanto lastimero de algunos pichones abandonados por madres desesperadas que no podían alimentarlos.

ERNESTO BENAVIDES DEL SOLAR

Un enfoque integrado

Desde dentro del edificio de la isla Guañape Norte se escucha un sonido que parece perpetuo, imparable, desbordante. Ante la puerta, cientos o miles de aves dan vueltas, graznan, revolotean en el aire.

Difícil describir el detalle. Es imposible contar tantas aves. Pero su número es muy inferior, sin embargo, a los millones de antaño, como explica en Lima el ingeniero Fernando Ghersi, de The Nature Conservacy (TNC), una fundación norteamericana.

Lo sorprendente, según indica Gabriel Quijandría, otro funcionario de TNC, es que el recurso se ha mantenido y que, de alguna manera, "la Compañía Administradora del Guano propició un manejo sostenible de un recurso". Los años han pasado y, a pesar de la irrupción de El Niño y la pesca industrial, el guano aún da dividendos. No muchos, porque su cantidad hoy no es inmensa. Proabonos extrae anualmente 21.000 toneladas de guano, destinadas, básicamente, a los pequeños agricultores peruanos. La tonelada cuesta 1.000 soles (unos 600 euros) y, por el momento, no se exporta. Pero el auge de la agricultura orgánica a nivel mundial podría volverlo otra vez valioso. Agro-Rural, Proabonos, está en eso. Y ahora también el Ministerio del Ambiente (MINAM), que en diciembre pasado creó la reserva nacional Sistema de Islas, Islotes y Puntas Guaneras.

"Con esto se va a hacer un manejo más integrado de las 22 islas y puntas que conforman la reserva y de su entorno marino", afirma Ghersi. Esto permitiría un mejor manejo social y ambiental del ecosistema marino de la corriente de Humboldt, lo que incluiría el fomento de actividades como el turismo y la pesca sostenibles.

"El reto es cómo hacer una gestión más eficaz", añade Ghersi. En suma, juntar todas las piezas en un haz: mantener la población de aves y mamíferos marinos, conservar la anchoveta, poner la pesca industrial dentro de límites razonables y estar prevenidos contra El Niño, que en 1998 provocó la muerte de cerca del 80% de la fauna guanera.

La preservación de las islas, además, ha hecho que en torno a ellas se mantenga "una alta diversidad biológica", como recuerda Quijandría. Cerca de Guañape, en un islote, cientos de lobos de mar se amontonaban y gritaban, sin perturbaciones, en medio de la soledad del mar. Estas aguas oceánicas son de las más ricas del mundo.

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