La dignidad de los encarcelados
Es difícil abordar el análisis sobre la conveniencia o no de reformar la legislación penal en lo relativo a la inclusión de la denominada "cadena perpetua", sin que la asepsia jurídica se vea asaltada por la visceral reacción que provocan determinados casos. Las tripas se imponen al cerebro, y la reacción inmediata es clamar venganza y reclamar no que las penas se cumplan en su integridad, sino ir un paso más allá: que se admita la privación de libertad a perpetuidad. Parece un paso previo a que se alcen voces reclamando la reinstauración de la pena de muerte.
La necesaria distancia que requiere una decisión de tal naturaleza se compadece mal con la consideración de casos concretos. Crímenes execrables, que repugnan a la más elemental conciencia humana, han existido siempre y, lamentablemente, existirán. Es también algo inherente a la misma condición humana que los rechaza. Pero el castigo de tales delitos ha seguido un camino que ahora se pretende desandar.
El infranqueable límite que para la pena capital implica la literalidad del texto constitucional, y que hasta ahora servía también para proscribir la cadena perpetua, parece querer superarse, al menos para esta última. Sin embargo, la imposibilidad constitucional no derivaría sólo de la consideración de las penas como instrumentos de resocialización, sino del concepto mismo de la dignidad humana, plasmada en el artículo 10 de la Constitución como fundamento mismo del orden político.
La cuestión es dilucidar si una pena privativa de libertad que se imponga a perpetuidad, esto es, durante toda la vida que reste al condenado, atenta o no a esa dignidad humana. Y aunque inmediatamente pudiera surgir la tentación de anteponer la dignidad de la víctima a la del delincuente, la racionalidad a la que antes apelábamos exige comprender que ambas se hallan en distintos planos y que, en efecto, abstractamente considerada, la cadena perpetua ataca el fundamento mismo de la persona: no sólo constituye la exclusión de por vida del tejido social de un sujeto, convirtiéndolo en un paria, un desecho social, sino que lo condena a no sentir purgado su delito jamás, equiparando su privación de libertad a una muerte en vida anticipada. La cárcel sería así el depósito de los residuos sociales condenados a extinguirse sin redención.
Sin duda es en esa dimensión en la que debió pensar el constituyente cuando, además de marcar la finalidad reeducadora y resocializadora de las penas, excluyó en el artículo 15 de la Constitución aquéllas que puedan catalogarse como inhumanas o degradantes. La combinación de esos límites constitucionales, dignidad, integridad física y moral, y proscripción de las penas inhumanas o degradantes, debería ser suficiente argumento para rechazar un clamor por resucitar una pena que parecía definitivamente arrumbada y que nunca dio los resultados queridos, persiguiendo satisfacer únicamente los más elementales instintos humanos de venganza y castigo.
Cabe que la verdadera reforma sea la de potenciar la dignidad de las víctimas, pero no podrá ser a costa de convertir al Estado y su legislación penal en instrumentos oportunistas de represión, olvidando la evolución misma que condujo a que debates como el que hoy se plantea ya se zanjaran con principios constitucionales claros y, hoy por hoy, infranqueables.
Alberto Jabonero es abogado penalista.
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