Rayos gamma, mensajeros de un universo violento: el despegue de la TeVastronomía
En los más de 5.000 años que van desde las primeras observaciones sistemáticas del cielo hasta mediados del siglo XX, el cosmos sólo pudo ser observado en una estrechísima banda de frecuencias, con el ojo como único instrumento hasta la invención del telescopio óptico en 1608
Excepto en contadísimas y muy recientes excepciones, todo lo que sabemos del universo lo hemos aprendido estudiando la luz que nos llega del cielo. O, más exactamente, estudiando la radiación electromagnética que, además de la luz visible comprende radiaciones de frecuencias inferiores -radio y microondas, ondas infrarrojas- y superiores -rayos ultravioleta, rayos X y rayos gamma-. Pero en los más de cincuenta siglos que van desde las primeras observaciones sistemáticas del cielo de la prehistoria hasta mediados del siglo XX, el cosmos sólo pudo ser observado en una estrechísima banda de frecuencias (el visible), con el ojo humano como único instrumento hasta la invención del telescopio óptico en 1608.
En sus cuatro siglos de andadura, la astronomía óptica ha sido la única forma de hacer astronomía hasta el descubrimiento de la emisión de ondas de radio de la Vía Láctea en 1932. Desde entonces, el progreso tecnológico ha ido posibilitando el escrutinio del cielo en las demás bandas de frecuencia; en otras palabras, ha ido dictando el nacimiento de nuevos tipos de astronomía: el despegue de la radioastronomía no pudo producirse hasta los años sesenta; las astronomías ultravioleta e infrarroja, nacidas en los sesenta y setenta, comenzaron a consolidarse con el lanzamiento de los satélites IUE en 1978 e IRAS en 1983; la astronomía de rayos X, que depende completamente de una sofisticada tecnología espacial, ha crecido con rapidez desde los años noventa, la misma década en la que el satélite CGRO hizo la primera gran mella en el universo de rayos gamma.
Los procesos y lugares más violentos
Si la astronomía óptica (con luz visible) nos desvela lo que sucede en el ámbito estelar y la infrarroja nos muestra zonas frías y polvorientas del universo, la astronomía gamma nos informa de los procesos y lugares más violentos del universo: estrellas de neutrones cuya materia ha sido comprimida a un espacio de una decena de kilómetros y que rotan en milésimas de segundo generando campos magnéticos brutales (púlsares); el colapso explosivo de estrellas muy masivas al final de su vida (supernovas); materia engullida por un agujero negro supermasivo en el núcleo de las galaxias llamadas activas (AGN); fogonazos de rayos gamma (GRB) que liberan, en tan sólo unos segundos, la misma energía que un billón de bombillas de 100 vatios encendidas durante 300 billones de veces la edad del universo; procesos y lugares en los que la materia está sometida a condiciones extremas de densidad, temperatura y campo magnético, condiciones para las que nuestro conocimiento actual de la Física tiene aún muchas lagunas.
Las astronomías óptica y de radio llevan muchos años de ventaja a las demás, lo que no es casual, pues nuestra atmósfera se encarga de bloquear prácticamente todas las demás radiaciones. Las astronomías infrarroja, ultravioleta, X y gamma han tenido que esperar hasta la era de los cohetes para desarrollarse. Sin embargo, dentro de la astronomía de rayos gamma existe una parcela muy peculiar en la que el viejo enemigo del astrónomo, la atmósfera, se convierte en su aliado. La parcela llamada de muy alta energía se sitúa en torno a un Tera-electronvoltio (TeV), que es una energía un billón de veces mayor que la de una unidad (fotón) de luz visible y mil millones de veces mayor que la de un rayo X de una radiografía (el prefijo Tera indica un billón). Curiosamente, si la energía de los rayos gamma cósmicos es inferior a unas centésimas de TeV sólo podremos observarlos desde un satélite que nos libre de la opacidad atmosférica; y si es muy superior a unas decenas de TeV habrá que esperar mucho tiempo para cazar uno, pues cuanto mayor es su energía, más escasos son.
Sin embargo, para energías alrededor de un TeV, existe una ingeniosa técnica (imágenes por efecto Cherenkov) puesta a punto por los astrónomos del Telescopio Whipple de Arizona en los años noventa, que permite observarlos a través de la atmósfera. Casi veinte años y dos generaciones de telescopios después, aquellos tristes catálogos de las primeras tesis doctorales en los que aparecían tres o cuatro emisores gamma detectados y que eran el hazmerreír de los astrónomos clásicos, se han convertido en un catálogo con más de 70 objetos que crece cada mes. Gracias a aquellos chiflados que cazaron los primeros rayos gamma del cielo en los años setenta con espejos de baterías antiaéreas y fototubos instalados en cubos de basura -el irlandés Weekes a la cabeza- podemos hoy día escudriñar lo que sucede en supernovas, púlsares, núcleos de galaxias activas, estrellas binarias acretantes, cuásares, radiogalaxias, núcleos de formación estelar y otros muchos lugares del universo donde éste muestra su cara más violenta.
Javier Bussons Gordo es investigador de la Universidad de Murcia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.