Práctica clínica inapropiada: un dispendio intolerable
En España faltan mediciones sobre el uso de los recursos que permitan detectar zonas de ineficiencia
En las últimas semanas, políticos de todo color afirman que, pese a la crisis en que estamos instalados, no debe haber recortes en sanidad. Al tiempo, en alguna comunidad autónoma se cierran consultas y servicios y se proponen reducciones salariales a profesionales; en muchas no se paga a diversos proveedores, multinacionales del sector anuncian que no podrán seguir sirviendo medicamentos según a que países y centros, y líderes de opinión afirman que nuestro sistema debe incluso recibir más recursos ya que está infrafinanciado.
Reconózcase que el panorama es cuando menos confuso y que la tozuda realidad económica configura un futuro inmediato algo menos tranquilizador que el sustentado en proclamas voluntariosas bien intencionadas.
Existen no obstante dos ideas sobre las parece haber general acuerdo: a) El sistema nacional de salud (SNS) español es excelente y debe preservarse a toda costa b) Todo gasto en servicios sanitarios está legitimado intrínsecamente.
Respecto de la primera cuestión, el que esto suscribe manifiesta general conformidad sin ocultar cierta inquietud ante una autocomplacencia que impide señalar problemas estructurales y funcionales que están pidiendo reformas a gritos desde hace tiempo.
Por lo que se refiere a la segunda idea (gasto sanitario como algo intrínsecamente positivo), en cambio, mi desacuerdo (y el de muchos estudiosos muy cualificados) es mucho más profundo, y de su defensa se derivan errores serios en políticas de salud y potenciales amenazas a la sostenibilidad del sistema.
No hay espacio para ilustrar con ejemplos la inexistencia de correlación significativa entre gasto sanitario per cápita y resultados en salud (EE UU es un magnifico aunque no único ejemplo); baste decir que a partir de un determinado nivel de riqueza no es posible demostrar un retorno en salud (esperanza de vida, años libres de discapacidad) paralelo y proporcional al incremento en gasto.
Se me ocurre que tal tipo de consideraciones debieran ocupar un lugar destacado en las reflexiones y propuestas en tiempos tan revueltos como los que vivimos.
En este orden de cosas uno quisiera traer a colación un problema detectado y cuantificado en otros países y que en el nuestro ha merecido escasa atención. Me refiero al denominado en terminología anglosajona uso inapropiado de la tecnología médica o, más sencillamente, práctica clínica inapropiada.
B. Jennet la definió como aquella actuación médica que pudiera merecer uno o varios de los siguientes adjetivos: inútil, innecesaria, insegura, inclemente, insensata. La expresividad de los términos ahorra a un texto breve como este la exposición precisa de los criterios que harían una práctica médica concreta merecedora de alguna de esas cualificaciones. Cualquiera que trabaje en el medio puede recordar seguramente más de un ejemplo. En países donde el fenómeno se ha estudiado rigurosamente (fundamentalmente EE UU) se ha llegado a estimar la nada tranquilizadora figura de hasta un 30% de uso inapropiado. Habitualmente se expresa además con tasas escandalosas de variabilidad geográfica de frecuencia de uso de ciertas prácticas (cesáreas, prótesis, cirugías varias). En nuestro país se ha investigado poco, pero cuando se ha hecho se han hallado datos preocupantes. Estudiosos españoles han señalado también en nuestro medio la existencia de la mencionada variabilidad en la práctica clínica. Parece pues que un volumen muy considerable de recursos podría estar literalmente despilfarrándose, lo que siendo siempre grave ahora sería sencillamente intolerable.
El fenómeno tiene su causa en factores de diferente naturaleza que es imposible describir aquí con cierta amplitud y que están relacionados con la incertidumbre y formación científica y con incentivos/desincentivos estructurales o coyunturales para actuar médicamente de uno u otro modo.
En España desconocemos la proporción general de usos inútiles de actuaciones médicas, pero sí sabemos que somos uno de los países desarrollados con mayor frecuentación a consultas y mayor consumo de fármacos. También sabemos que disponemos de un parque de alta tecnología instalada que en algunos casos supera en ratios por población a países como Suecia. Además, conocemos que nuestro sistema, que se conformó al calor modernizador y expansivo de una emergente Seguridad Social promotora de la medicina especializada y hospitalocéntrica, descansa excesivamente (a diferencia de otros sistemas públicos con más solera como el NHS británico) en una fuerte dependencia de los especialistas y los hospitales. Tenemos uno de los catálogos de especialidades médicas mas extensos de la UE y hemos promovido una suerte de rigidez funcionarial corporativa que al identificar puesto de trabajo con especialidad médica hace de nuestros especialistas clínicos poco polivalentes contribuyendo a un manejo de pacientes (crónicos y pluripatológicos en su mayoría) troceado, descoordinado, redundante y con escasa orientación integral.
Ese panorama estructural, que obviamente tiene consecuencias funcionales, se completa negativamente con la ausencia de una decidida política nacional de uso del fruto de la evaluación rigurosa de tecnologías y procedimientos médicos, tal como la practicada en el Reino Unido con instituciones como el NICE (National Institute for Clinical Excellence), pese a que ello está recogido en normas legales vigentes (Ley de Cohesión del SNS, real decreto de Ordenación de Prestaciones), y que existen agencias estatal y autonómicas que tienen esa misión de evaluación.
Algunas iniciativas del Gobierno central (como el aún no nacido decreto de troncalidad), corporativas (como las recomendaciones del Foro de la Profesión Médica de la Organización Médica Colegial), u organizativas (Servicio de Salud del País Vasco) apuntan en la dirección correcta, pero se echa en falta una propuesta ambiciosa con cierta visión holística que, con carácter de Pacto de Toledo sanitario, incorpore la voluntad de reforma de aquellos elementos estructurales y funcionales que fomentan la mera producción indiscriminada de actos médicos con independencia de su utilidad real.
La ya existente limitación de recursos disponibles conducirá inevitablemente a recortes en el servicio. Y lo peor de ello es que, al ser indiscriminados, sí pueden dañar el resultado. Del mismo modo que un crecimiento inercial del gasto sanitario no garantiza mejora en la salud, su contención no selectiva sí puede dañarla en un sistema como el nuestro. La supresión de lo inapropiado debe ser llevada a cabo en todo caso, y tiene mayor potencialidad económica para la sostenibilidad del SNS que las medidas de participación del usuario en el coste.
José Luis Conde Olasagasti es médico nefrólogo, exsubsecretario de Sanidad y fue el primer director de la Agencia de Evaluación de Tecnologías Sanitarias del Instituto de Salud Carlos III.
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