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Columna
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Niños hartos de padres

Una batería de estudios sobre las consecuencias de que los padres no dediquen más tiempo a sus hijos pequeños pone escandalosamente en cuestión el tópico del beneficio presencial.

No son los hijos, contra lo que se supone, quienes se ven negativamente afectados por la relativa ausencia paterna, sino más bien los padres quienes padecen creyendo que cometen un irreparable error.

Un trabajo de GfK Roper Consulting, aparecido en octubre (BusinessWeek, número 4053), demostraba, por ejemplo, que a los chicos entre 8 y 17 años no les parece ni mal ni bien el poco tiempo que sus padres les dedican. Rotundamente, casi el 40% de ellos han confesado que les resulta completamente irrelevante una mayor presencia de sus progenitores e incluso no ven razones para alterar su régimen de holgura e independencia actual.

El 40% de los hijos dice que una mayor presencia de sus progenitores les resulta irrelevante

Se trata, ciertamente, de niños norteamericanos curtidos en una relativa tradición de "solos en casa", pero, a estas alturas, estos ejemplares se repiten también en la multitud de urbanizaciones de extrarradio concebidas al modo americano o incluso en las ciudades dormitorio a la europea.

Los padres son los inadaptados al nuevo modelo familiar, y no los niños, que -a diferencia de sus progenitores- no han conocido otro patrón y cuyos entretenimientos y ocupaciones, dentro y fuera de la escuela, se han multiplicado por mil. Además de videojuegos, Internet, los deberes, las series televisivas, los móviles, una dosis adicional de padres podría ser incluso una sobrecarga tóxica que dañaría la composición apropiada para desenvolverse en los términos de la actualidad.

No sólo un matrimonio para toda la vida, sino una pareja demasiadas horas, ha dejado de considerarse un beneficio seguro. La idea de amarse sin interrupción y hasta envejecer unidos forma parte de los cuentos que circulaban líricamente en los tiempos de una sociedad vetusta, fija y estanca. Igualmente, los hijos que se cincelaban pormenorizadamente dentro de aquel taller doméstico, altamente autoritario y meticulosamente reglamentado, se convertían en piezas marcadas y ajustables a un orden y una identidad que discurría, más o menos encarrilada, desde el bachillerato hasta el funeral.

Hoy, sin embargo, un reciente premio de la publicidad ha ido a parar precisamente a la campaña que la agencia SCPF realizó para el BMW X3 y que, inspirada en una sentencia zen, decía "Be water, my friend".

Ser como el agua significa ser adaptable y flexible, cambiante en la conformación. No se trata pues de procurar aparecer como un individuo sólido y, menos, de una pieza. La estrategia de la supervivencia se asocia principalmente a la capacidad de adaptación, ejemplarizada en la poderosa, sutil e inteligente conducta del agua.

La identidad tiende a no cimentarse demasiado y proponerse en dialéctica con el fluir de los acontecimientos cada vez menos anticipables. La identidad en correspondencia con la falta de un proyecto personal previo evoluciona con menor definición, y se modifica, se inventa y se reinventa a través de los distintos trabajos, accidentes y experiencias, parejas y parajes distintos.

No hay una identidad para toda una vida, sino variadas identidades para las varias vidas que, a falta de un más allá, nos proponemos vivir aquí. ¿Los niños? Aquellas unidades controladas, amparadas, fuertemente marcadas por la paternidad y los muros de la familia asidua van transformándose en unidades abiertas en cuya constitución más laxa o ventilada los padres se proyectan con una debilitada luz. ¿Seguir sintiéndose culpable por no haber enfocado suficientemente al hijo? Esta pretensión no habría hecho más que deslumbrarlo, cegarlo acaso y entorpecerlo para desenvolverse en una realidad donde será preciso ya una vista casi estroboscópica si se aspira a no perder la orientación.

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