"No me interesa la literatura"
En 1986, treinta años después de huir a Suiza con su marido y su hija recién nacida, la narradora húngara escribió en francés El gran cuaderno, primera entrega de una trilogía que la consagró como novelista. En una entrevista en su casa, en Neuchâtel, afirma que ha dejado de escribir y habla de su vida: la infancia en la guerra, el exilio, el trabajo en una fábrica y el éxito.
"Más habría valido que mi marido hubiera estado dos años en la cárcel que yo cinco en una fábrica"
"Peor que la guerra fue la posguerra. Hungría se convirtió en una colonia de la URSS"
"Mi forma de escribir viene del teatro. Diálogo puro. Lo justo, sin relleno, sin grasa"
Con este tiempo, pensé que no vendría". Cuando abre la puerta de su casa, Agota Kristof se sorprende de que alguien haya atravesado media Europa para hablar con ella. "Pensé que vivía usted en Ginebra, no que vendría desde España", dice mientras se dirige lentamente hacia el sofá. La escritora húngara, que no aparenta los 71 años que tiene, vive sola en el centro histórico de Neuchâtel, en la Suiza francófona, en un escueto apartamento que uno asociaría más con una estudiante que con una escritora que es un mito en Francia, que ha sido traducida a más de 30 lenguas y cuyo nombre ha estado algún año en las quinielas del Premio Nobel. "Puedo vivir en un tercero por el ascensor", comenta. "No me dan las piernas. He tenido dos hernias discales y de la segunda no me pueden operar. Sólo salgo un rato por la mañana para hacer la compra. Ya no viajo. No puedo arrastrar una maleta".
La huida y el éxito
Kristof llegó a Neuchâtel arrastrada por la política. Era 1956 y su marido había participado en Hungría en la revolución contra el régimen prosoviético. Cuando la revuelta fue sofocada, el matrimonio atravesó a pie la frontera con su hija recién nacida. Primero Austria, luego Suiza. "Mi marido se empeñó en que nos fuéramos", recuerda ahora la escritora. "Muchas veces he pensado que más habría valido que él hubiera estado dos años en la cárcel que yo cinco en una fábrica. Suiza me parecía el desierto. Lo pasé mal". Lo dice sin énfasis. En el fondo, habla como escribe: yendo al grano, sin circunloquios, sin subrayados.
Cumpliendo con el tópico, la fábrica era de relojes. Ella se levantaba de madrugada y se pasaba las horas repitiendo el mismo gesto en una máquina. Mecánicamente. No sabía francés -"fue mi marido el que estudió. Yo no pude", aclara-, y en una factoría en la que nadie hablaba era difícil aprender una lengua: "Tenía sus ventajas. La monotonía me permitía escribir poemas mentalmente. Los transcribía al llegar a casa después de acostar a la niña. En húngaro". Con los años, quiso traducir aquellos poemas al francés que había ido aprendiendo con su hija, precisamente. Siempre había querido ser escritora. Desde los doce años. Su padre era maestro y en su casa no era raro que alguien escribiera. De hecho, su hermano pequeño ha publicado varios libros en Budapest: "Él escribe más que yo", afirma Kristof con una sonrisa. "Y lo han traducido. Al checo".
En 1986, treinta años después de salir de Hungría, su suerte cambió completamente. Tras haber escrito en francés una serie de obritas de teatro que pasaron de estrenarse en cafés a retransmitirse por la radio, Agota Kristof pasó dos años redactando El gran cuaderno, la historia de dos hermanos gemelos a los que su madre deja durante la guerra en casa de una abuela que no los quiere y a la que no quieren. Inocentemente despiadados, la crueldad de los muchachos no tiene más límite que su propia supervivencia. La escritora hizo tres copias de aquella infancia descarnada y las envió a París: "Yo pensaba intentarlo en una editorial de por aquí, pero un amigo me convenció y envié la novela a Gallimard, a Grasset y a Seuil". A las dos primeras editoriales les pareció que una novela tan dura no encontraría lectores. La tercera la publicó. El éxito fue fulminante. Las ediciones y los premios se sucedieron, el libro fue traducido a 33 idiomas y Agota Kristof se convirtió en una referencia para miles de lectores en Francia. A El gran cuaderno le siguieron La prueba y La tercera mentira, las otras dos entregas de una trilogía en la que cada título es una vuelta de tuerca al anterior, dando versiones distintas, y hasta enfrentadas, de los mismos hechos.
En España cada título se publi
có por separado y con suerte dispar. Ahora El Aleph ha titulado el conjunto con el nombre de sus protagonistas: Claus y Lucas. "Nunca pensé en hacer una trilogía", matiza la escritora, "pero durante mucho tiempo no podía pensar en otra cosa. Tenía que continuar". Y así continuó aquel drama de guerra y aislamiento que la escritora sacó de su propia memoria. Aunque sus recuerdos de la guerra mundial no son malos -"no había colegio"- comparados con los de la posguerra: "Hacía un frío terrible y no había comida. Además, llegaron los rusos y se llevaron lo poco que había. Hungría se convirtió en una colonia de la URSS. Tuvimos que aprender ruso, geografía rusa, historia rusa. ¿Que si hablo ruso? Qué va. Nadie aprendía nada. Si ni los profesores sabían. ¿Cómo va a aprender alguien que no quiere aprender de alguien que no quiere enseñar?".
Cine contra literatura
El gran cuaderno ha conocido multitud de versiones teatrales en Alemania y Japón, desde donde reclaman continuamente a la escritora. Por supuesto, en Suiza. Y en España. En el Festival de Otoño de Madrid en 1999 pudo verse la versión que la compañía chilena La Troppa puso en escena bajo el título de Gemelos. Además, sigue pendiente su adaptación cinematográfica: "Un productor estadounidense compró los derechos y contrató a Thomas Vintenberg, el director danés, pero al final pensó que no era el más adecuado. Es curioso, yo pensaba que sí lo era. Posiblemente el más adecuado", comenta Kristof del director de Celebración, aquella salvaje historia familiar en clave Dogma. Con todo, no sería la primera vez que una novela suya pasa a la pantalla grande. En 2002 el italiano Silvio Soldini -autor de Pan y tulipanes- adaptó Ayer (publicada en España por Edhasa), la cuarta y hasta el momento última novela de la escritora húngara. "Se la cargó", dice ella. "Le cambió el final porque decía que la gente no podía salir desanimada del cine". Agota Kristof reconoce que aquella suicida historia de amor entre extranjeros en una fábrica es su novela más autobiográfica.
Con todo, Un relato autobiográfico es el subtítulo de La analfabeta, el libro que hace dos años apareció en Suiza y que la editorial Obelisco acaba de publicar en España. Allí la escritora cuenta sin adornos su propia historia en ochenta páginas, pero el resultado no le convence. "Me equivoqué al publicar esos textos. Es una recopilación de narraciones que, hace años, mandaba a una revista en alemán de Zúrich. No tienen ningún valor. Son redacciones escolares. ¿Por qué las publiqué? Entonces porque necesitaba el dinero. Ahora porque se empeñó el editor suizo. Estaban en el archivo del Estado, en Berna. Allí mandé todos mis papeles. A mí me daba igual. De todos modos, no hay quien entienda nada. Mi editor francés no lo quiso y en Alemania le dieron el premio de los críticos. Diez mil euros. No fui a recogerlos".
Desde que se le atragantó la historia de una muchacha enamorada de un hombre mayor, "un amigo de mi padre", Agota Kristof ya no escribe: "No lo necesito. Para mí la escritura es demasiado importante como para hacer algo que no me guste. Y no creo que me salga ya nada mejor de lo que escribí. ¿Para qué empeñarse? Tuve tres hijos y estuve casada dos veces. Nada de eso me impidió escribir. Quizás la fábrica... Ahora tengo todo el tiempo del mundo y no lo hago". ¿Y qué hace? "Como no puedo salir, veo la tele y me levanto tarde. Me encanta dormir, en parte porque sé que voy a soñar. ¿Pesadillas? También: que estoy en la escuela, que estoy casada otra vez...". ¿Y leer? "Leer sí leo, aunque menos que antes. Sobre todo, novelas policiacas, aunque luego no me acuerdo del nombre de sus autores. Últimamente también he leído a Pessoa". Además, en La analfabeta habla de Thomas Bernhard. "El problema es que ya he leído todo lo suyo. Me hacía reír mucho. Ya sé que es despiadado, pero por eso me hace reír, porque cuenta las cosas como son. Ahora estoy leyendo a otro escritor que no adorna las cosas, un húngaro, Imre Kertész. Cuando le dieron el Premio Nobel, los titulares de la prensa húngara fueron: 'Un judío gana el Nobel'. Pesaba más eso que el hecho de que fuera húngaro. Lo conocí una vez. Tuvo muchas dificultades para publicar en Hungría. Por suerte, lo tradujeron al alemán. Si no hubiera sido por eso no creo que le hubieran dado el Nobel".
Aunque sostiene que Suiza no acaba de gustarle, Agota Kristof nunca pensó en regresar a Hungría: "Volví en 1968. Durante el viaje nos cruzamos con los soldados que los rusos mandaban a invadir Checoslovaquia. Habían pasado doce años. En la estación no reconocí a mi hermano pequeño. Nunca he pensado en volver definitivamente. Mis hijos crecieron aquí y yo allí ahora sería una extranjera". El gran cuaderno, que contiene una visión nada complaciente de los totalitarismos, no se tradujo al húngaro hasta la caída del muro de Berlín: "Antes no había allí tantas diferencias entre ricos y pobres. Todo está muy dividido. Uno de mis hermanos, que es conservador, está encantado. El otro, que es de izquierdas, está horrorizado. ¿Yo? El problema del comunismo es que estaba lleno de mentiras: que éramos libres, que Stalin era nuestro padre. Era de risa".
En La analfabeta, la propia Kristof se pregunta cómo habría sido su vida si hubiera vuelto a Hungría: "A menudo pienso en eso. Creo que allí habría sido más feliz. La gente es más cordial. Tal vez habría escrito más. Aquí pasé doce años sin poder escribir. En francés no podía y el húngaro se me iba perdiendo. Y la fábrica... Aunque peor que la fábrica fue luego trabajar en la consulta de un dentista. En un sitio no se podía hablar. En el otro, la gente no paraba".
Sin poesía
Un editor italiano se ha propuesto publicar toda la obra de Agota Kristof, empezando por los poemas en húngaro. Ella se niega. ¿Cuando escribía en húngaro también era tan cruda, o la crudeza de su estilo viene del hecho de que el francés no sea su lengua materna? "No, no. En húngaro era muy poética. Demasiado. Por eso no me gustan aquellos poemas. Creo que si hubiera seguido escribiendo en húngaro habría ido quitando y quitando, diciendo sólo lo estrictamente necesario. Seguramente mi forma de escribir viene del teatro. Diálogo puro. Lo justo, sin relleno, sin grasa. ¿Para qué dar vueltas? ¿Para hacer literatura? No me interesa la literatura".
Al final, es imposible pasar por la crueldad de los protagonistas de sus libros sin pensar si sus hijos los han leído: "Sí. Y les gustan. A mis nietos les hace gracia que a su abuela la lean en las escuelas. ¿Qué es duro? También lo es la vida". En las novelas de Kristof no hay mucho espacio para la esperanza. Sus personajes no creen en los sentimientos. ¿Y ella? ¿Cree en los sentimientos? Cuando escucha la pregunta levanta las cejas, guarda un largo silencio y, con la misma cordialidad con que abrió la puerta, responde: "No".
Estas obras completas caben en un bolsillo
DE CONRAD a Beckett pasando por Nabokov, Ionesco o Cioran, el cambio de idioma ha sido una constante para los escritores del siglo XX. "Hubiera escrito lo que fuera en cualquier lengua", afirma Agota Kristof, que cambió el húngaro por el francés. A falta de un volumen de teatro y otro de relatos, el resto de su obra (a eso de cien páginas por título) está disponible en español.
Claus y Lucas (El Aleph). Agota Kristof llama a este libro "la trilogía", sencillamente. No sabía que la editorial española le había puesto ese título. Le pareció bien. O le dio igual. Contiene El gran cuaderno (1987), La prueba (1990) y La tercera mentira (1991). Una guerra y dos niños empeñados en sobrevivir. Cada volumen completa, y contradice, al anterior. El primero es un clásico.
Ayer (Edhasa). Un hombre huye de su país y encuentra trabajo en una fábrica. Allí llegará, casada y con un hijo, la mujer de la que estaba enamorado. Publicada originalmente en 1995, es la novela más autobiográfica de Agota Kristof, a quien no le gusta la versión cinematográfica que Silvio Soldini hizo en 2002. El director italiano la tituló Brucio nel vento y le puso un final feliz.
La analfabeta (Obelisco). "Leo. Es como una enfermedad", así empieza el primero de los once textos autobiográficos que contiene este librito. Relata la historia de un desafío -escribir en francés- al que se enfrenta alguien que ha tenido que abandonar su país y su lengua. Entre cómico y absurdo, un capítulo se titula "La muerte de Stalin". Puro siglo XX.
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