La gran farsa de The Clash
Acaba de llegar el eco del fallecimiento de Ray Lowry. Era un gigante del humor británico, autor de tiras verbosas y abigarradas para The Guardian o Private Eye. Pero el titular de la necrológica se detiene en una anécdota profesional: "Muere el diseñador de la portada de London calling". Queda claro que The Clash fue la gran aventura de una generación, marcando a todos los que estuvieron en contacto con ellos.
Partiendo del punk con dientes de sierra, ellos zapearon por la historia del rock a la vez que establecían una improbable alianza con el reggae. En la segunda mitad de su carrera, se abrieron a (su idea de) los ritmos latinos y abrazaron los hallazgos del hip hop. Fueron ocho años imparables, que han quedado retratados en abundantes memorias, libros de fotografías, documentales guerrilleros. Ahora aparece la biografía oficial; a primera vista, choca que sea un monumental libro para la mesa del salón. Predomina el elemento gráfico: se reproducen octavillas, anuncios, entradas, carteles, chapas, pases, portadas (de discos, programas, revistas), listados de canciones, letras, telegramas, postales, páginas (de fanzines, songbooks, diarios, agendas, cómics, guiones), recortes de prensa, regalos de fans, galletas de discos y hasta una de las crónicas dibujadas de Ray Lowry.
The Clash
Strummer, Jones, Simonon, Headon
Traducción de Efrén del Valle
Global Rhythm Press. Barcelona, 2008
384 páginas. 39 euros
The Clash. Live at Shea Stadium
Disco libro. Sony BMG
Joe Strummer: vida y muerte de un cantante
Julian Temple
DVD. Avalon. 120 minutos
Forma ¿y sustancia? Como en The Beatles' anthology, aquí sólo hablan los músicos (y no todos). Breves textos anónimos sitúan cada periodo y sigue un collage de recuerdos de Joe Strummer, Mick Jones, Paul Simonon y Topper Headon.
Ésta es la "versión autorizada" de una epopeya masculina. Desaparecen sus mujeres, que quizás explicarían muchas claves. La relación de Mick Jones con la cantante neoyorquina Ellen Foley, que aclara su adhesión a las técnicas del "recorto y pego": el británico estaba allí cuando, desde el Bronx, los ritmos y las rimas del rap invadieron Manhattan. Igual que la atracción de Joe Strummer por España, inmortalizada en Spanish bombs. Y el magnetismo sexual, encarnado en el bajista Paul Simonon, un romeo que incluso atrajo a la diosa Patti Smith. Se cuenta finamente: "Después del concierto, Patti me invitó a comer en su hotel y, como estaba muerto de hambre, acepté, por supuesto. Además, me regaló un mono de trabajo y el billete de cien dólares con el que le compré otro a Joe".
Sugerente: un gigoló de la era punk. En todo caso, suena más humanizador que las fantasías de Strummer como pistolero, (hijo de un) ladrón de bancos o terrorista. En el concierto de presentación de Rock contra el Racismo en 1978, Joe modeló una camiseta de las Brigadas Rojas: "Me la puse porque no creía que estuvieran recibiendo la cobertura mediática que merecían. Después de que dispararan a Aldo Moro, el equivalente italiano a Winston Churchill, acababan cada día con un empresario".
Durante años, Joe ocultó que se llamaba John Mellor y que era hijo de diplomático: la clase media no tenía glamour y él se desclasó. De ahí su seudónimo, un nombre vulgar con ese apellido proletario (strummer significa rasgueador, es decir, guitarrista elemental). Con el fenómeno del punk, olvidó el folk y enfatizó sus trabajos más pintorescos -¡enterrador!- y su temporada como okupa, cobrando del paro. Strummer reconocía que el nuevo movimiento tenía mucho de secta: "El día que me uní a The Clash fue como volver a la casilla de inicio, al año cero. Parte del punk consistía en desprenderte de todo lo que conocías antes. Éramos casi estalinistas, porque insistíamos en que había que deshacerse de las viejas amistades y de nuestra manera de tocar en un intento febril por crear algo nuevo".
En su descargo, recordemos que The Clash fueron punkis heterodoxos, que pronto enriquecieron el sonido arquetípico con aproximaciones a fórmulas clásicas, del R & B de Nueva Orleans a Motown. Les honra que, en sus giras por Estados Unidos, contaran con veteranos olvidados como Bo Diddley o con creadores de otros mundos musicales, del vaquero Joe Ely a los raperos de Grandmaster Flash. Unos detalles no apreciados por el sector más cerril de sus devotos.
Al mismo tiempo, ejercían de dandis. Finalmente, eran un grupo pop británico y eso exigía lucir diferentes: camisas customizadas con plantillas y ropa pintada a lo Jackson Pollock; luego, llegarían las prendas militares, tan baratas como intimidantes, y el look del rockabilly. Igualmente, no tragaron con el "háztelo tú mismo", que exigía autoeditarse o pactar con una independiente: ficharon con CBS, la mayor discográfica del planeta. La primera vez que me crucé con The Clash fue en la convención mundial de CBS en 1977, en un lujoso hotel londinense. Estaban en un rincón, formando piña e ignorando a los boquiabiertos ejecutivos, pero allí estaban.
Flirtearon con el gran negocio del rock. El vibrante disco-libro Live at Shea Stadium les muestra tocando ante 70.000 neoyorquinos, como teloneros de The Who. Lo que vieron en aquel backstage fue un aviso: aparte de Pete Townshend, el resto del grupo estelar les ignoró. Cada miembro de The Who llegó al estadio en su limusina particular: ellos viajaron juntos en un descapotable..., con un coche extra desde donde les filmaban y fotografiaban; pocos grupos tan conscientes de la necesidad de automitificarse.
Alardeaban de sinceridad. Echaron al baterista, Topper Headon, por su adicción a la heroína (algo que no le impidió componer su canción más popular, Rock the casbah). Strummer no podía tolerar semejante disonancia en su mensaje público contra las drogas. Huele a hipocresía: todos ellos usaban sustancias, aunque eso no se mencione hoy; el documental de Julian Temple, Joe Strummer: vida o muerte de un cantante, esquiva cuidadosamente su alcoholismo.
El final del libro evidencia las limitaciones del formato de declaraciones-más-imágenes. Entramos en territorio de intrigas florentinas, donde Joe Strummer conspira con su megalómano mánager intermitente, Bernie Rhodes, para despedir al otro líder creativo, Mick Jones. Sí, una purga, tan desastrosa e inmoral como las de Joe Stalin. Se intentó mantener el grupo con otra formación, dos años miserables aquí resumidos en una sola página. Un desenlace indigno que no empaña la grandeza de The Clash. -
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