Por tres bragas, un libro
Ya estamos (casi) todos de vuelta. Asfixiados de calor, estupefactos ante lo breve de lo bueno (Gracián se equivocaba) y haciendo esfuerzos para controlar nuestros materiales psíquicos mejor de lo que lo hace Isabel Coixet con los cinematográficos en su Mapa de los sonidos de Tokio, esa película que podría haber sido hermosa si su autora no se hubiera empeñado en contarnos todo, todo, y el resto. Ya estamos aquí: con nuestros buenos propósitos de cambiar de vida, nuestros rostros menos tensos por el efecto balsámico del descanso, nuestra estima más firme por la frecuentación estacional del sexo tras once meses de cansancios a la vuelta del trabajo. Y es que en vacaciones hasta las parejas más sólidas se redescubren y se enroscan y copulan, lo que es prueba evidente de que sí hay otro mundo posible. En el planeta Libro, sin embargo, todo sigue más o menos igual. Contrastando con la prudencia que preside la rentrée francesa ("sólo" 659 nuevas novelas, incluyendo las traducciones), nuestros editores parecen decididos a conseguir el palmarés de la sobreproducción en el hipotético Guiness del oficio. No se dan cifras de conjunto (ya se sabe: la transparencia se considera pecado), pero a juzgar por las programaciones, las noticias de "apuestas" y los ejemplares de "ediciones en pruebas" que se amontonan junto a mi sillón de orejas, aquí sigue sin haber crisis. Y, además, siempre nos quedará nuestra proverbial capacidad de improvisación. Mi amiga Inés Illán, titular de filología latina en la Universidad de Oviedo y autora reciente de un libro singular y fenicio (Armensallé del tejido y de la escritura, Editorial Universo, Mieres), me remite una fotografía tomada por un amigo suyo en el mercadillo del Fontán, ese ámbito novelesco en el que Pérez de Ayala cifraba el comercio de "todas las murmuraciones y cuentos de la ciudad". La foto es de un puestecillo de ropa interior barata, y en ella se muestra una mesa cubierta de montones de braguitas y tangas de coquetones diseños y atractivos colores. Junto a ellas, un cartel colocado sobre una pila de libros de poesía aún intonsos (quizás rescatados de un polvoriento almacén) grita a los posibles clientes: "Por la compra de tres bragas regalamos un libro". No está mal como reclamo: tomemos nota para cuando se inicie el desfile de devoluciones desde la librería al almacén. O quizás habría que plantearse una alternativa: por la compra de tres libros (devueltos), un par de bragas. Al fin y al cabo, la nuestra (ya) no es una época trágica -como señalaba D. H. Lawrence en el incipit de El amante de Lady Chatterley-, sino tan sólo posliteraria. O eso parece.
A juzgar por las programaciones, las noticias de "apuestas" y los ejemplares de "ediciones en pruebas", aquí sigue sin haber crisis
Patético
Aeropuerto de Newark, Nueva Jersey, rebautizado tras el 11 de septiembre Newark Liberty International Airport (de él despegó el vuelo 93 de la United Airlines que acabó misteriosamente estrellado en un campo de Pensilvania). Un no-lugar inmenso y odioso en el que he tenido que combatir muchos tedios y tragarme no pocas humillaciones (a cuenta de la siempre manipulable seguridad) en los últimos años. Encaramados en altísimos taburetes frente a mesas que semejan setas de larguísimos pies, algunos viajeros esperamos el anuncio de salida de nuestro vuelo de vuelta mientras consumimos enormes cantidades de café aguado. La dama sesentona y elegante de la mesa vecina extrae de un bolso grande como el mundo un flamante Sonyreader, le da al botón de inicio, recupera la página en que se quedó, y se pone a leer uno de los libros virtuales almacenados en los entresijos tecnológicos de sus 283 gramos de peso y 300 dólares de precio. Los demás viajeros la observamos con envidia matizada de curiosidad. Ella, consciente de la expectación, sonríe suavemente, da otro sorbo al contenido de su vaso de papel, y sigue leyendo las líneas virtuales que le transmiten la que imagino historia inmortal. De repente, cuando ya no la estaba mirando, escucho un ruido sordo y, un instante después, una especie de lamento apagado. Observo a la dama en cuclillas junto al pie de su seta gigante, recogiendo del suelo el artilugio empapado de café, y tratando de reanimar, mediante la presión compulsiva de todos sus botones, la pantalla ahora obstinadamente ciega. Nadie abandona su mesa para ayudar a la dama, que, tras unos instantes, recoge el bolso y el cadáver electrónico y escapa del campo de setas, como huyendo de una vergüenza. Al poco, las mesas de mis vecinos se pueblan de libros con hojas. Me da la impresión de que los que los leen sonríen. Y hay quien deja caer el suyo y, luego, lo recoge y sigue leyendo. Hasta que los fabriquen irrompibles e impermeables estamos salvados, pienso con la patética esperanza del náufrago a quien una enorme ola acaba de depositar sano y salvo en la playa de la isla desierta.
Programa
Conozco a Elena Ramírez desde hace tiempo. La conocí enmendando pruebas y corrigiendo estilos en Alfaguara y Aguilar, y he seguido su trabajo en los últimos años como directora de Seix Barral, donde ha sabido conciliar con inteligencia los planteamientos de negocio de un gran grupo (Planeta) con un interés nunca decreciente por la literatura contemporánea (con una indisimulada querencia hacia la producción norteamericana). No todo lo que publica me parece bien, pero en todo deja su huella personal, algo que no siempre puede predicarse de los responsables de otros sellos literarios. En su programa para esta rentrée otoñal alternan grandes novelas (y recuperaciones) de los nombres señeros de su "fondo de armario" extranjero -Don DeLillo, Philip Roth, Kenzaburo Oé- con los últimos trabajos de autores importantes, como Lorrie Moore o Sebastian Faulks, y nuevas entregas de otros que han proporcionado a su sello pingües beneficios (como Sam Savage, el autor de la -para mí- insufrible Firmin) o llevan camino de convertirse en best sellers (como The Numerati, de Stephen Baker). En lo que respecta a la literatura española el trimestre seixbarralino también se presenta deslumbrante: además de la esperada novela de Antonio Muñoz Molina (La noche de los tiempos, en noviembre), y de un libro de relatos de Eduardo Mendoza (Tres vidas de santos, octubre), me llama la atención El mapa de la vida (septiembre), una nueva novela de Adolfo García Ortega en la que se cuenta una historia de amor contra el telón de fondo de la tragedia del 11-M. No puedo decirles más porque todavía no la he leído, pero aún conservo en mi recuerdo el buen sabor que me dejaron las dos últimas de su autor: El comprador de aniversarios (Ollero y Ramos, 2003) y Autómata (Bruguera, 2006).
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