Una boca de lobo
Ceausescu empleó el terror generalizado para mantener "el orden" e hizo de Rumania una inmensa cárcel sin muros
El reciente éxito internacional de algunas películas rumanas y la publicación en Occidente de ciertos libros, en especial los de Norman Manea, han puesto de actualidad el régimen de Nicolae Ceausescu a los 18 años de su caída. La dosis de hipocresía que hay en las relaciones internacionales hizo que, durante lustros, las cancillerías occidentales cortejaran y agasajaran al dictador valaco, que lo recibieran a bombo y platillo o que lo visitaran en su guarida de Bucarest. De ello no escaparon personalidades egregias como Nixon, De Gaulle, Carter o la realeza europea. Incluso el Congreso norteamericano otorgó a Rumania la cláusula de la nación más favorecida. Sin duda lo tenían como una oveja negra en la grey del Pacto de Varsovia, pensando que abría una brecha en el muro, cuando lo cierto es que Ceausescu se movía dentro de la más pura ortodoxia comunista y que, por ello, sus veleidades nacionalistas no inquietaban a la URSS. Los occidentales ignoraban o miraban para otro lado ante la tiranía ejercida sobre su pueblo y la situación de miseria física y moral en que vivían los rumanos y que alcanzó su punto culminante en la década de los ochenta.
Los occidentales ignoraban la tiranía y la situación de miseria física y moral en que vivían los rumanos
Rumania presentaba una situación totalmente contraria a la checoslovaca de 1968: una política exterior relativamente independiente se vio contrapesada con un endurecimiento en el interior. El rígido mantenimiento de la ortodoxia comunista, ahogando los tímidos intentos de "liberalización", lo ponían a cubierto de una posible invasión soviética, mientras con el uso de un lenguaje nacionalista y ligeramente antirruso esperaba que los rumanos cerrasen filas en torno a él.
En un mundo bipolar, Ceausescu jugó a emular a Tito y a ser un lazo de unión entre los actores de la política mundial en la que quería representar un papel relevante. Pero para ser una potencia respetable tenía que crecer en economía y en población. Para ello, se lanzó a un enorme plan de industrialización a ritmo acelerado, producto de su megalomanía, que colocase al país, preponderantemente agrario, como gran potencia económica mundial. La construcción de una industria pesada fue el primer objetivo del país, lo cual supuso gigantescas importaciones de materias primas, para parangonar el "milagro japonés" con el "milagro rumano".
Como es lógico, para asegurar ese crecimiento tenía necesidad de brazos y de aumentar el ritmo de crecimiento de la población, por lo cual una de sus primeras medidas fue prohibir los abortos y el acceso a los anticonceptivos. Quebrantar esas disposiciones acarreaba penas muy graves. Curiosamente, el comunismo, que ostentaba como una de sus divisas la liberación de la mujer, se ponía a la altura de regímenes reaccionarios como el de Franco. La consecuencia fue una catarata de abortos clandestinos y, en muchas ocasiones, sin ningún control sanitario, con las consecuencias que cabe imaginar pues las durísimas penas elevaban mucho el precio de los abortos ilegales con intervención de algún profesional sanitario. Pero la obsesión del régimen no se paraba aquí: las mujeres en edad fértil habían de someterse a controles ginecológicos periódicos, quedando reducidas a la mera condición de hembras reproductoras.
El efecto producido por esas medidas fue el contrario del esperado: una brusca caída de la natalidad, a lo cual colaboró la terrible crisis económica que convirtió al niño en una carga.
El ambicioso plan de industrialización fue un fracaso absoluto. Había que pagar la deuda exterior y Ceausescu dispuso que se hiciese a costa del hambre de sus súbditos. Toda la producción del agro rumano se exportaba y al mercado interno apenas llegaba nada. A partir del año 1980 la economía cayó en picado y la situación se degradó año tras año a unos niveles de penuria como no se habían conocido ni en la Primera Guerra Mundial. Las tiendas estaban vacías, las colas a las puertas de los establecimientos de alimentación, sobre todo carnicerías y panaderías, daban la vuelta a la manzana, duraban días enteros, y eso sin tener la seguridad de si llegaría la carne. La escasez hizo que la corrupción, que siempre había estado enraizada en la vida cotidiana de los rumanos y lo está todavía hoy, alcanzase cotas nunca vistas: aparte de los funcionarios de la Administración, la educación o la sanidad, todo aquél cuyo cometido tenía que ver con servicios al ciudadano, como, por ejemplo, dependientes, gasolineros, peluqueros, camareros, vendedores de billetes de tren, etcétera, tenía que recibir su óbolo para mover un dedo. Claro que gracias a esa corrupción muchos podían sobrevivir comprando la carne u otros productos en el mercado negro, sobornando a los vendedores, o también gracias a los hurtos de material por parte de quienes trabajaban en las empresas del Estado (todas, ya que no existía el trabajo individual autónomo).
Rumania retrocedió al sistema prehistórico del trueque. Como el leu no servía para gran cosa pues aunque se tuviera metálico no había qué comprar con él, el paquete de Kent se convirtió en la auténtica moneda fuerte del país; o el paquete de café, la botella de whisky, los perfumes o los anticonceptivos. Retribuido con ellos, el médico atendía a los pacientes de un sistema de seguridad social supuestamente gratuito. Era la pescadilla que se muerde la cola: él también los necesitaba para pagar otros servicios.
La escasez no se hacía sentir sólo en los alimentos: había que hacer cola para otros productos más prosaicos como el papel higiénico o el jabón. También la energía. La gasolina se racionaba: 30 litros al mes, incluso a los taxis. En los rigurosos inviernos rumanos las calefacciones bajaron hasta los 12 grados y era menester estar en casa, en los restaurantes o en los centros oficiales con el abrigo puesto. No eran excepción los hospitales, asilos u orfelinatos donde muchos viejos, enfermos y niños murieron de frío. La luz se iba a menudo y nunca se sabía cuándo volvería, por lo que las velas se convirtieron en un artículo de primera necesidad. La televisión se redujo a dos horas diarias en las que sólo se hablaba de Ceausescu y su sapientísima consorte y de los logros del régimen. Los habitantes de Bucarest sintonizaban la televisión búlgara y vivían con la oreja pegada a la radio oyendo las emisiones en rumano de Radio Europa Libre o La Voz de América.
A las nueve de la noche cerraban los restaurantes. El alumbrado público apenas existía y Bucarest era una boca de lobo. La antítesis del otrora "pequeño París". La secuencia de la película Cuatro meses, tres semanas y dos días en la que la protagonista va recorriendo las calles desiertas de un barrio periférico sin encontrar autobuses ni taxis, en medio de una oscuridad casi total y con temor a ser violada, reproduce con pasmosa fidelidad la atmósfera de pesadilla de las noches del invierno rumano de calles vacías, lóbregas, sin vehículos, recorridas por patrullas policiales con la metralleta en bandolera, con las que era mejor no tropezarse porque cualquier viandante podría parecerles sospechoso. Bucarest era, en este sentido, en todo aquel mundo de privaciones, una ciudad casi privilegiada pues las condiciones en el interior del país eran mucho más duras.
Para mantener "el orden" en tales circunstancias, el régimen recurrió al terror generalizado. El país se había convertido en una inmensa cárcel sin muros (si acaso éstos estaban en las fronteras, pero teniendo en cuenta que lindaba sólo con países comunistas traspasarlas no servía de mucho). Ceausescu presumía de que su país era el único del Pacto de Varsovia sin tropas soviéticas pero, como decía el escritor Paul Goma, Rumania era un país ocupado por su propio Ejército. Los intelectuales o colaboraron o fueron reducidos al silencio. De buen grado o por la fuerza, muchísimos rumanos se convirtieron en delatores e informadores de sus conciudadanos, de sus amigos, parientes o colegas, y en agentes de la Securitate. La suspicacia, la desconfianza del vecino, el temor a los micrófonos en casa, el miedo a ser denunciado a la Securitate formaban parte de la vida cotidiana y volvía a los rumanos desabridos y hoscos con los demás. Ceausescu daba más vueltas de tuerca al tiempo que el culto a la personalidad se hacía más intenso que nunca hasta hacerse sofocante, lo que llevó a los rumanos a vivir en una permanente paranoia. La intimidación ejercida por la Securitate y el clima generalizado de terror sumían a los rumanos en la desesperanza. Mientras la población no tenía qué llevarse a la boca o con qué vestirse, la prensa y la televisión presentaban diariamente "la era Ceausescu" como la más brillante de la historia rumana y al gran jefe rodeado de los voivodas rumanos como Miguel el Bravo o Esteban el Grande. O veían los habitantes de Bucarest cómo se demolían los barrios más antiguos de la capital para construir el edificio más grande del mundo después del Pentágono y el barrio que había de ser para la nomenclatura. La realidad de "era Ceausescu" evocaba aquella célebre frase de Groucho Marx: "Partiendo de la nada hemos logrado llegar a las cimas más altas de la miseria".
En 1989, cuando los regímenes comunistas vecinos se derrumbaban, el ceausesista parecía indestructible pues los tentáculos del poder llegaban a todas partes, incluso a la vida familiar e íntima, como ha puesto de manifiesto la apertura de los archivos de la Securitate. Algunas medidas eran grotescas, como el permiso especial de la policía para poseer una máquina de escribir -Norman Manea hace un relato kafkiano de ello- y el control anual que se hacía de dichos artefactos en las dependencias policiales, adonde tenían que ir sus propietarios a realizar ejercicios con ellas para, de esta forma, poder comprobar la policía si habían servido para hacer propaganda ilegal. -
Joaquín Garrigós, director del Instituto Cervantes de Bucarest, es el traductor al castellano de los principales escritores rumanos, entre ellos, Norman Manea, el novelista que mejor ha descrito la Rumania de Ceausescu. Sus principales libros editados en España son: El regreso del húligan, Payasos: el dictador y el artista, Felicidad obligatoria (Tusquets) y El sobre negro (Metáfora).
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