Reformas y urgencias
Con el estallido de la recesión, la invocación a las reformas estructurales se ha convertido en la letanía favorita de los políticos de la oposición y de los analistas económicos que rondan las tertulias. En ambos casos se comete un abuso de la generalización bienintencionada y de la imprecisión que nada explica; ni se detallan las reformas, ni se calcula su coste, ni se especifica a quién benefician y a quién perjudican. El Banco de España tiene incorporada la receta, aunque en su caso la generalización es menor y está justificada por la tradicional "prudencia de la institución". Buena parte de la invocación a las "reformas estructurales" se explica por el pánico y el oportunismo. Porque, si bien la economía española necesita reformar en profundidad varios mercados, lo cierto es que quienes reclaman los cambios suelen olvidarse de su urgencia cuando gobiernan. Ése sería el caso del Partido Popular.
En el caso de España, la recesión se manifiesta en forma de hundimiento del mercado de la vivienda -la famosa burbuja inmobiliaria que con tanto ahínco cuidaron los Gobiernos del PP para fundamentar sobre ella el crecimiento económico- y un descomunal crecimiento del paro, como evolución tristemente simétrica de la creación de más de siete millones de empleos durante la década de prosperidad, muchos de ellos de baja cualificación y asociados al ladrillo. Cunden las voces que piden una reforma del mercado laboral, equivalente en este caso a un abaratamiento del despido, y no son pocos los que reclaman cambios profundos en las condiciones económicas de la vivienda, sea para recortar las desgravaciones fiscales, sea, por el contrario, para reclamar más ayudas públicas para promotores y constructores que les ayuden a vender el stock de pisos.
Una primera objeción es que las reformas estructurales no deben resolverse en trámite de urgencia en periodos recesivos, bajo condiciones de histeria. Requieren de un debate público de cierta envergadura. La reforma del mercado laboral, que era y es necesaria, requeriría al menos un Libro Blanco y el acuerdo de los agentes sociales, que, casi, por definición, puede prolongarse durante meses. Tampoco debe plantearse una reforma cuando beneficia sólo a una de las partes; un abaratamiento del despido reduciría hoy el coste de los ajustes de plantilla, pero no favorecería la creación de nuevos empleos. Por último, son varias las reformas estructurales que necesita la economía española. Por citar sólo algunas, la de la Administración pública, el mercado de la energía, los servicios profesionales y la distribución comercial.
Todas ellas deben afrontarse con decisión, pero no tienen efectos inmediatos sobre los problemas más urgentes. Las tareas más acuciantes siguen siendo restablecer los mecanismos de crédito y frenar la destrucción de empleo. Requieren, además de la tradicional invocación a la banca para que normalice el ritmo de concesión de préstamos -los hay, pero son más caros, retrucan las entidades financieras-, ampliar el seguro de desempleo para los trabajadores despedidos, invertir en formación e instrumentar ventajas fiscales para la contratación de trabajadores. Un conjunto único, homogéneo y bien dotado económicamente de medidas que amortigüen los efectos de la recesión.
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