Joyas de biblioteca
A pesar de tener la casa forrada de libros -o, probablemente, a causa de ello- nunca me he considerado un bibliófilo. Salvo una remota edición de The Sound and the Fury adquirida en el entusiasmo de una peregrinación a Oxford, Misisipi (cuya transcripción literaria, si es que a alguien interesa, puede leerse en Si yo amaneciera otra vez, Alfaguara, un volumen de homenaje a Faulkner en el que figura por hospitalidad de Javier Marías), y primeras ediciones de valor sobrevenido (adquiridas hace muchos años y que el paso del tiempo ha convertido en tesoros que no aprecio), siempre he considerado los libros como herramientas transitivas y funcionales. Procuro cuidarlos para que duren tanto como yo, pero no les saco brillo, ni los expongo tras una vitrina. Los abro el máximo que permite su sencilla y eficacísima arquitectura (odio los que se publican fresados y no cosidos), los subrayo sin piedad, me desahogo en sus márgenes -lo que escandaliza a algunos amigos- y los atiborro de papelillos adhesivos para que me sea posible encontrar (pero nunca lo logro) pasajes que me han interesado particularmente, incluso (o sobre todo) en las novelas. Por eso me resulta extraño contemplar esas impolutas bibliotecas en que los libros -que, me consta, han sido leídos por sus dueños- parecen tan vírgenes como cuando estaban intonsos. Tampoco entiendo muy bien el pago de sumas exorbitantes por primeras ediciones modernas que carecen del valor añadido de primorosas encuadernaciones llevadas a cabo por artesanos semidivinos del pasado. Descubro, por ejemplo, en el catálogo de la librería Sotheran's, de Sackville Street, una primera edición de la primera novela de James Bond (Casino Royale), publicada por Jonathan Cape en 1953, y cuyo ejemplar es más valioso a causa de una dedicatoria autógrafa del autor a una amiga que le inspiró el personaje de Vesper Lynd, que en la ficción es la amante del agente. Ignoro el anticipo que Ian Fleming cobraría por ella, pero supongo que sería bastante menos de las 27.500 libras (33.900 euros) que pide el librero (o, más bien, joyero de libros), a pesar de que el volumen presenta "una pequeña mancha parda en la esquina inferior de las últimas 35 hojas", qué pena. Ya puestos a comprar joyas británicas recomiendo a quien pueda permitírselo (yo no, y créanme que lo lamento) alguna de esas elegantes, extrañas, intensas alhajas de oro mate y motivos difusamente industriales diseñadas por Anthony Caro. Yo las descubrí en Grassy (en exposición hasta el 15 de diciembre) gracias al aviso de Ángeles Jiménez Cervantes (una joya con rostro humano). Y no son más caras que la novela de Fleming.
De todos los libros "navideños" que me han llegado en las últimas semanas mi favorito es, por ahora, 'Tres novelas en imágenes'
Trampa
De todos los libros "navideños" que me han llegado en las últimas semanas mi favorito es, por ahora, Tres novelas en imágenes (Atalanta, 45 euros), que contiene los fundamentales libros-collage realizados por Max Ernst (1891-1976) entre 1929 y 1934, y a los que siempre he considerado entre las manifestaciones oníricas más auténticas y radicales del surrealismo. Ernst, "el más surrealista de los surrealistas", se había sentido fascinado por el collage (un medio ya empleado sistemáticamente, pero con propósitos muy distintos, por los cubistas) desde antes de que lo practicara con sus amigos Hans Arp y el también poeta Johannes Baargeld (que murió, por cierto, sepultado por un alud en el Mont Blanc) en el grupo Dadá de Colonia, como se prueba en la estupenda antológica que estos días se exhibe en el Moderna Museet de Estocolmo (y que justifica por sí misma un viaje low cost a la maravillosa ciudad). Las tres "novelas" -puesto que, en definitiva, "cuentan" historias con estructuras e hilos conductores más o menos explícitos- son, por orden cronológico, La mujer de 100 cabezas, en la que es posible rastrear la fecundísima sombra literaria de la Nadja (1928) de Breton, el Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo, en el que comienza a abrirse paso un esbozo de intriga, y Una semana de bondad o Los Siete Elementos capitales. Mi preferida, por su complejidad y perfección técnica, es esta última, compuesta durante el transcurso de un viaje a Italia en 1933, mientras los nazis se hacían con el poder en Alemania y se producía la condena totalitaria del arte de vanguardia, dos gravísimos asuntos que, sin duda, contribuyeron decisivamente al clima sombrío de la obra. Pero las tres constituyen otros tantos saludables ejemplos de puesta en solfa de mito del creador ex nihilo y del concepto burgués de realidad. Utilizando ilustraciones de base (en las que introduce elementos inquietantes) procedentes de folletines y novelas populares en torno a trágicas aventuras, amores melodramáticos y crímenes pasionales, Una semana de bondad está recorrida por una atmósfera de catástrofe inminente que se adueña del "lector" que entra en ella. Un clima ominoso y provocativo (y también irónico, y a veces cómico) que no augura nada bueno y que, paradójicamente, ilustra a la perfección lo que, en 1942, Breton señalaba como una de las grandes aportaciones de su movimiento: "El surrealismo ha conseguido dar un aire nuevo a la belleza". Este libro es una trampa: tengan cuidado si lo hojean porque querrán hacerlo suyo.
Arrabbiati
La Crisis de Suez (1956) acabó de un plumazo con el breve periodo de relativo optimismo que se vivió en Inglaterra tras la subida al trono de Isabel II (1952) y los primeros síntomas de recuperación económica desde el fin de la guerra. La cultura británica reflejó a su modo ese repentino ensombrecimiento: el estreno de Mirando hacia atrás con ira (1956), el amargo drama de John Osborne, fue el primer aviso de que había quien daba por terminado el simpático party de la nueva "era isabelina". Los Angry Young Men (en Italia los llamaron expresivamente arrabbiati) mostraban en sus novelas y dramaturgias una Inglaterra dura, cínica y alienada en la que no se salvaban ni los héroes de la clase obrera. Además de la crítica a lo que entonces se llamaba Establishment, lo que caracterizaba a aquel grupo exclusivamente masculino en el que podríamos incluir con cierta laxitud a dramaturgos como Osborne, Pinter o Wesker, novelistas como Kingsley Amis, John Wain, Alan Sillitoe o John Braine o poetas como Larkin, era el común interés por reflejar la banalidad cotidiana y la alineación social. Un lugar en la cumbre, la novela de John Braine que ahora publica Impedimenta, fue en su momento (1957) un relativo succés d'estime. Su protagonista, Joe Lampton, es una especie de Julien Sorel (más cutre y con menos escrúpulos) que se propone escalar hasta la "cumbre" en el edificio social de una ciudad de provincias. Lo mejor de la novela es el humor cáustico con el que Braine refleja la mediocridad de las "fuerzas vivas" de la ficticia Warley. Y lo peor el esquematismo de una trama construida para el "mensaje" final. Jack Clayton firmó la versión cinematográfica (1959), con Laurence Harvey y Simone Signoret al frente del reparto.
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