Haciendo su oficio
El hombre lleva un metro amarillo de sastre colgado del cuello y tiene una expresión permanente de serenidad, a pesar de la presión y de los horarios inhumanos a que lo somete su trabajo, a pesar del ruido constante de las máquinas de coser y probablemente del calor en la nave industrial donde está el taller clandestino de costura. No tardamos mucho en darnos cuenta de que hay algo que lo distingue de los otros, los personajes inmundos, aterradores y patéticos de esa película que es una larga pesadilla, Gomorra, de la que salimos al cabo de más de dos horas como de un pozo o un sótano de humos tóxicos, dilatando instintivamente las aletas de la nariz para respirar el aire frío y saludable de la noche de invierno: esa primera noche de enero en la que el tiempo parece apaciguado, suspendido entre el año que acabó ayer mismo y el que no sentimos que haya empezado todavía, un bloque intacto de porvenir como un cuaderno nuevo en el que no se ha escrito nada, en el que no podemos saber si llenaremos todas las páginas, si viviremos uno por uno todos los días. El tumulto alcohólico y los apretujones de las multitudes en torno a un reloj, a unos cohetes, a una imagen religiosa, a un camión de tomates maduros, a unos becerros despavoridos, a hogueras en las que arden grandes muñecones de cartón, gozan de un prestigio intocable en España, donde no hay barbarie colectiva que no merezca el patrocinio oficial. Yo prefiero el placer tranquilo de dar un paseo hacia el cine por las calles casi vacías en el anochecer del uno de enero, en el que la ciudad tiene una quietud de convalecencia, después de la histeria de las celebraciones y las compras.
Esos dos muchachos atolondrados que se saben de memoria los diálogos doblados al italiano del 'Scarface'...
La vida humana en este mundo es tal como dice Hobbes que era en el estado de naturaleza: pobre, solitaria, desagradable
No he leído el libro de Roberto Saviano en la que se basa la película: no sé si será posible que las palabras transmitan esa grosera realidad infernal que hay en las imágenes, en el movimiento de una cámara que es una mirada de fascinación y repulsión sin sosiego, sin la coartada estética de tanto cine insensatamente glorificador de la Mafia. Hemos admirado como héroes románticos a los forajidos de James Cagney, a Vito y a Michael Corleone, al Ray Liotta desquiciado por el dinero y la cocaína en Uno de los nuestros, a los asesinos en chándal de las urbanizaciones horteras de Nueva Jersey donde tiene su reino Tony Soprano. Gomorra no accede ni un solo momento a esa clase de engaño: incluso contiene una reflexión implícita sobre el mimetismo que la violencia y el lujo de las películas de gánsteres pueden inducir en mentes débiles, como las de esos dos muchachos atolondrados que se saben de memoria los diálogos doblados al italiano del Scarface barroco y vulgar de Brian de Palma y hasta repiten gesto por gesto la interpretación de Al Pacino, convertidos sin saberlo en parodias de lo que ya era una parodia: en el Miami de los primeros ochenta Tony Montana imita el ascenso y caída del gánster Scarface en la película de Howard Hawks de 1931; en un suburbio de Nápoles, en una devastación de viviendas sociales en ruinas y de paisajes arrasados por la especulación inmobiliaria, dos adolescentes juegan a vivir en el interior de una película y poco a poco lo que era juego y ebriedad hormonal de violencia masculina se convierte en desgracia verdadera, en patadas y sangre, en una muerte más cruenta todavía porque sucede con la trivialidad de una rutina a la que nadie le da demasiada importancia. Ni siquiera sabemos si los dos adolescentes llegan a enterarse de que de verdad van a morir, si despiertan de su delirio imbécil para conocer al menos un solo segundo de lucidez.
La vida humana en este mundo es tal como dice Hobbes que era en el estado de naturaleza: pobre, solitaria, desagradable, brutal, corta. Pero los hombres que la viven no son seres primitivos que no conocen la coacción ni el amparo de la ley sino habitantes de un ahora mismo que es el de la globalización y el del mercado único europeo, el de las comunicaciones instantáneas y las migraciones clandestinas de un lado a otro del planeta. Las arcaicas lealtades tribales, las peleas sanguinarias de bandas de primates por el territorio, son coetáneas de un capitalismo de última tecnología que saca provecho con la misma destreza del trabajo esclavo que de las normativas y las subvenciones de la Unión Europea. En el mercado libre son tan accesibles las videoconsolas como la cocaína y las armas automáticas, y en el mundo en el que todo está conectado entre sí hay hilos que llevan de los ejecutivos de las altas compañías internacionales a los matones casi analfabetos que explotan a mujeres sometidas a la prostitución o a exasperados fugitivos de África dispuestos a hacer las tareas más sucias por ganarse un poco de dinero. El vestido de gala que exhibe una estrella sobre la alfombra roja de los oscars lo han confeccionado en otro extremo del mundo, por un sueldo miserable, las trabajadoras a destajo de un taller clandestino. Los residuos químicos de una digna fábrica europea acabarán contaminando una tierra fértil del sur de Italia, dejando un olor pútrido en los melocotones que de lejos tienen una tersura de frutos del Edén.
En medio de todo, de la codicia criminal, de la mezcla entre la pobreza, la ignorancia y el consumo, de la brutalidad de los poderosos y la bajeza de sus servidores, este hombre menudo, plácido, con su metro de sastre antiguo colgado del cuello, se distingue de todos los demás porque es el único que sabe hacer algo con sus manos y se complace en hacerlo muy bien. No es joven, no lleva un arma, probablemente carece de valentía física, pero de algún modo resulta ser invulnerable. Nos sorprende desde el principio su media sonrisa serena, a pesar del cansancio de las jornadas inhumanas. Vamos observando la delicadeza con que sus manos extienden sobre la mesa un patrón o rozan la tela de un vestido: la atención con que se fija para adivinar su hechura, con la que aprueba o corrije el trabajo de una aprendiz de costurera. Lo que salva a este hombre es que tiene un oficio. Aprendiéndolo tuvo que aprender también a modelar su vida con disciplina y paciencia y a ir obteniendo las recompensas graduales que depara una destreza. Otros usan sus manos para manejar armas o fajos obscenos de dinero negro, para apretar compulsivamente los botones de un videojuego, para gesticular con vanos ademanes o amenazar o golpear: en las suyas está el talento de reconocer la calidad de un tejido y de averiguar con el tacto el secreto de su confección. Porque tiene un oficio este hombre conoce la absolución de volver a casa fatigado y en paz y de tenderse junto a su mujer y su hijo pequeño en la penumbra acogedora del dormitorio. Haciendo lo que sabe hacer se gana la vida, pero el trabajo hecho con atención y entrega es en sí mismo una recompensa; también una forma de desmentir el infierno. -
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