George de La Tour, en su penumbra
Cuando uno es joven se imagina porvenires diversos. Se va haciendo mayor y lo que imagina son pasados posibles. Con los porvenires que ya no van a ser y los pasados que pudieron haber sido algunas veces se inventan novelas, porque la ficción, entre otras cosas, es una manera virtual de explorar algunos de los caminos que no se tomaron o que muy probablemente no se tomarán, a los cuales dedicó Robert Frost uno de esos poemas suyos que son a la vez literales y fantasmagóricos, y que a mí me producen un sobrecogimiento parecido al de leer a Antonio Machado.
Un pasado que me gusta imaginar es el de especialista en alguna rama recóndita de la historia del Arte, en la obra de algún pintor de primera fila pero no demasiado conocido; especialista verdadero, con conocimientos sólidos de la técnica artesanal y los materiales de un pintor, capaz de distinguir un original de una copia dudosa, la mano del maestro de la de un discípulo muy competente; capaz de disfrutar examinando muy cerca el estado de conservación de una tabla o de un lienzo y de pasarme meses o años siguiendo la pista de una obra perdida; viajando a un museo provincial para identificar una obra hasta entonces atribuida a otro, oscurecida por la mugre y el humo de las velas en una capilla lóbrega en la que durante siglos ha permanecido un tesoro. No será, desde luego, un pintor enfático de batallas o desmelenadas alegorías, de escenas sádicas, de martirios cristianos. Pintará cuadros de un formato no muy grande, escenas domésticas con uno o dos personajes en las que habrá un detalle en apariencia secundario que revelará un argumento completo sin hacerlo evidente. Será un pintor que habrá tenido una vida rara, en la sombra, o casi borrada por culpa del paso del tiempo, de los azares del olvido, resumida ahora en unos pocos documentos que otros especialistas tan devotos como yo habrán encontrado en los archivos y publicado en revistas de circulación muy restringida.
La luz es la fugacidad de la vida; la calavera, el recordatorio de la cercanía de la muerte; los libros cerrados, la vanidad del conocimiento humano
Novelerías. El posible especialista se quedó en alguno de los caminos sin explorar del pasado. El pintor, desde luego, existe, y es George de La Tour, que tuvo una carrera no muy brillante en la primera mitad del siglo XVII y desapareció en un anonimato doble, porque su nombre se olvidó y la mayor parte de sus cuadros se perdieron, y los pocos que había en los museos eran atribuidos a otros pintores, a Zurbarán, a Caravaggio, incluso a Velázquez. Sólo en los años treinta del siglo pasado empezó a ser reconocido. Y sólo hace cuatro o cinco se identificó el San Jerónimo que ahora puede verse en el Prado y que durante no se sabe cuánto tiempo anduvo por despachos ministeriales de Madrid sin que nadie reparase en él: el secreto a voces que encubre con demasiada frecuencia la verdadera maestría, el sigilo de la obra que por no llamar la atención sobre sí misma es fácilmente postergada, entre tanto griterío, entre tanto aspaviento histérico de genialidad y novedad. George de La Tour fue un pintor provincial que al parecer casi nunca salió de la pequeña ciudad donde tenía su taller y casi toda su clientela, Luneville, y que aun en vida ya tenía algo de anticuado, porque seguía pintando a la manera naturalista y contenida de Caravaggio cuando lo que la moda imponía eran los grandes despliegues escenográficos del barroco. Pero su estilo ya es en sí mismo propicio al secreto: si pinta a San Sebastián no muestra al hombre joven y desnudo atravesado por flechas en la actitud habitual de éxtasis morboso; pinta una escena nocturna en la que a la luz de una antorcha unas mujeres curan las heridas de alguien que no sabríamos quién es si no fuera por el título del cuadro. Una muchacha que es casi una niña sostiene a un recién nacido a la luz de una vela: es la Virgen María, pero podría ser una madre muy joven, recién parida, sobrecogida y desconcertada por la maternidad, sola en el mundo con esa criatura inexplicable.
Ahora, en el Prado, durante sólo dos meses, se puede ver una de las obras maestras de la madurez de George de La Tour, La Magdalena penitente del Louvre. Tal vez como un signo de los tiempos austeros en los que nos ha tocado acostumbrarnos a vivir, es una gran exposición que consiste en un solo cuadro, y uno no lamenta, sino que celebra tanta parquedad. Ya está bien de despilfarros, de atolondrados amontonamientos, de esa obscenidad que ha hecho que a ciertas exposiciones se las calificara con la misma palabra que a los más groseros estrenos comerciales de Hollywood, blockbusters. Menos es más. Nos está haciendo falta el desastre económico para aprender que la sobreabundancia sólo sirve para pregonar la vanidad del poder y el dinero; que sólo se aprecia la singularidad verdadera de las cosas si hay atención y recogimiento. La Magdalena está colgada en la misma sala que los otros dos cuadros de George de La Tour, muy cerca de ese caravaggio terrible en el que un David adolescente y sin misericordia acaba de cortar la cabeza de Goliat, que tiene la cara del pintor. El drama de luz y tinieblas de Caravaggio La Tour lo convierte en serenidad y contemplación. Una llama vertical asciende de una lámpara y baña parcialmente con su luz aceitosa la habitación en sombras en la que una mujer joven apoya la cara pensativa en una mano mientras posa la otra sobre la calavera que tiene en el regazo. Sobre la mesa, junto a la lámpara, que es un vaso de cristal con esa transparencia que sólo hemos visto pintada en Velázquez, hay unos libros, un objeto que sólo si se mira con cuidado se ve que es una cruz, un látigo hecho con una soga, tampoco muy visible, porque se pierde pronto en la oscuridad. El látigo, la cruz, son los emblemas ortodoxos de la penitencia. La luz es la fugacidad de la vida; la calavera, el recordatorio de la cercanía de la muerte; los libros cerrados, la vanidad del conocimiento humano.
Otros pintores representan a la Magdalena azotándose, juegan con el contraste entre la belleza de su carne joven y las telas de saco o las pieles ásperas que la cubren a medias, en grutas o parajes convenientemente desérticos. George de La Tour reduce al mínimo el vocabulario obligatorio de la representación para concentrarse en la plenitud de la presencia, en una contemplación ensimismada que es la de esa mujer en la habitación en la que sólo arde una llama y la que se nos contagia a nosotros cuando miramos el cuadro, examinando el modo en que esa luz toca cada superficie, la piel joven, el pelo tan liso, la camisa blanca, los dedos, las uñas, el hueso de la calavera, la soga, el contraste entre el máximo de claridad y los grados diversos de penumbra, y luego de negrura. En otra vida posible, en una novela, no me importaría ser ese especialista que al cabo de muchos viajes y averiguaciones descubre un cuadro de penumbras de George de La Tour.
La Magdalena penitente. George de La Tour. Expuesto en el Museo del Prado (sala 5, edificio Villanueva) hasta el próximo 28 de junio.
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