Belleza sospechosa
Cuentan que el éxito es siempre fruto de un malentendido. Puede que sea cierto, pero entonces, en el caso de Anna Gavalda, es un malentendido que lleva casi diez años repitiéndose, concretamente desde que publicara, en 1999, los relatos reunidos en Quisiera que alguien me esperara en algún lugar. Luego vinieron La amaba -su primera novela, en 2003- y Juntos, nada más (2004). Ahora es el turno de El consuelo (Seix Barral, donde está toda su obra en España). Sólo en Francia, entre los cuatro volúmenes, supera los seis millones de ejemplares vendidos. Y el éxito la persigue, hasta completar más de diez millones en Alemania, Suecia, Dinamarca, Rusia
... además de estar traducida a 38 idiomas. Pero Anna Gavalda (París, 1970) no quiere hablar de esto -"soy una escritora, no una directora de marketing"- y por eso son otros los que hablan del "fenómeno Gavalda" e intentan explicárselo.
"No hay libertad intelectual, política y moral. Estamos coaccionados por las mil coacciones de los biempensantes"
"Veo que para muchas personas mis libros han tenido un efecto benéfico, las ha reconfortado cuando estaban desanimadas"
Un psiquiatra, Christophe André, afirma: "Si un historiador, dentro de un siglo, quiere saber cuál era la realidad social en Francia a principios del III milenio, le bastará con leer a Gavalda". Pero no se le puede reducir a esa dimensión de cronista social aunque, según el crítico Jérôme Garcin, "es cierto que describe como nadie las fiestas escolares, las comidas familiares, los objetos que adornan las tumbas de los cementerios de barriada, las paredes y los tejados de las casas del país". Pero la sustancia queda en otra parte: "Escribe cuentos de hadas para adultos", dice, malintencionada, la librera Marie-Anne Riou. Peor lo ve aún la crítica Anne Topaloff: "Es una chica sencilla, que escribe historias sencillas para gente sencilla". De ahí que la llamen también la "Amélie Poulain de Saint-Germain-des-Prés".
A Gavalda muchas de esas críticas no le importan porque pretende, como Colette, "escribir como nadie con las palabras de todo el mundo". Y la psicoterapeuta Maude Julián se acerca más a la verdad cuando asegura que "las novelas de Gavalda no aportan soluciones al lector pero éste se siente comprendido". Son libros "reparadores" y Julián constata que en todos ellos aparecen personajes que pueden definirse como "salvadores, personas que ayudan a los demás pero son incapaces de ayudarse a sí mismas".
La dimensión autobiográfica es importante. Anna Gavalda tiene dos hermanos y una hermana, a los que se siente muy unida. El tema de la fraternidad o fratría es recurrente en su obra. Como lo es una cierta filosofía neocívica: "Como no podéis salvar el planeta, por lo menos sed amables con vuestros vecinos". Ella creció en una abadía reconvertida por sus padres en vivienda. En medio del campo. Sin calefacción. Papá hacía foulards, mamá reparaba muebles y pinturas. Simbolizaban el retorno a la naturaleza un poco hippy, un poco pos Mayo 68. Y es evidente que Gavalda -y sus criaturas literarias- añora ese espíritu. Para Garcin es "la hija natural de Françoise Sagan y Claude Sautet". Bien. Pero como dice otra escritora, Christiane Collange, "se expresa a través de personajes de verdad y no a través de la exploración de su ego". Hasta aquí esas pocas consideraciones para comprender mejor el llamado "fenómeno Gavalda". Hablemos ahora de libros.
PREGUNTA. ¿En qué momento supo que quería ser escritora? ¿Hay un libro determinante?
RESPUESTA. Una lectura de adolescencia. Puede parecer trivial pero fue Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell, la novela que me hizo comprender que el crear emoción e identificación con los personajes no impedía hablar de la guerra de Secesión, de problemas raciales, de la relación entre ricos y pobres, ofrecer una radiografía de un mundo. Luego ya vino la lectura de Balzac.
P. En El consuelo el personaje de Alexis -y el de su padre- simbolizan una cierta desconfianza hacia la belleza...
R. ¡Es que la belleza puede ser sospechosa! De hecho, es sospechosa. Como lo es la emoción. Y mis libros emocionan y eso hace que muchos los consideren sospechosos.
P. Ése es un prejuicio de intelectual...
R. ¡Pero es que yo soy una maldita intelectual! Entre ir a cenar e ir al cine, voy al cine. Entre un blockbuster norteamericano y una película finlandesa, la finlandesa, entre...
P. ... Y en El consuelo no se limita a pretender que nos identifiquemos con Charles Balanda, su arquitecto desorientado, o con Kate...
R. ... No, no, claro, busco eso que buscaba Thomas Hardy, hacer fácil de leer algo que ha sido muy difícil de escribir. La verdad es que trabajo mucho, tiro muchas páginas, me documento... Sabe, la arquitectura en sí, en un plano teórico, no me interesa lo más mínimo. Prefiero un rostro humano, me dice más cosas la expresión de la cara más inexpresiva que el palacio más bello. Y eso no significa que no sea sensible a ese patio que tenemos al lado o a vivir en un lugar confortable y armonioso.
P. Pues Charles Balanda habla de arquitectura, y nos transmite su entusiasmo al descubrir ciertos espacios.
R. El mejor elogio que he recibido por El consuelo me ha llegado de la revista profesional de los arquitectos franceses, Moniteur, en la que aparecen todos los concursos de obras. En su editorial trataban a Charles Balanda como a uno de los suyos. Es un éxito conseguir hacer existir un personaje marcado por un tema por el que no sientes afinidad alguna. Pero no podía actuar de otra manera: desde el primer momento Charles se me apareció como arquitecto. Lograr que resulte creíble me ha costado horrores. Por ejemplo, no me gustan demasiado las descripciones minuciosas, pero necesitaba que el lector sintiera lo que suponía para Charles descubrir el lugar donde vive Kate, el hogar que ella se ha construido, lo cálida que puede ser su cocina...
P. ... "Una auténtica cocina de una auténtica casa".
R. En efecto. Pero no podía conformarme con la fórmula tal y como yo tendría tendencia a hacer pues quien habla, quien mira es Charles. Mis palabras tenían que transmitir la admiración de los ojos de él, de un arquitecto. Consulté a varios -sobre todo al formidable Pierre Riboulet- y leí a muchos.
P. El personaje tiene otra dimensión: la de alguien que está embarcado en un engranaje que hace aguas por todas partes.
R. Es el punto de partida del libro, su tema central: la falta de tolerancia. En nuestra época no hay libertad intelectual, política y moral. Estamos coaccionados por un delirio administrativo y las mil coacciones de los biempensantes. No hay espacio para la fantasía. Basta mirar las obligaciones que comporta el edificar una casa en un terreno en pendiente. ¡Es para volverse loco!
P. Para preparar Juntos, nada más usted pasó varios días en la cocina de un gran restaurante y entrevistó luego a todos los que allí trabajaban. Para El consuelo se ha ido a Rusia para ver dónde debiera construir Balanda. ¿Este trabajo de localización previa es imprescindible?
R. La verdad es que luego Rusia aparece muy poco en el libro, pero necesitaba conocer ciertos detalles. Y es muy distinto ir como mero turista o hacerlo de manera profesional. Para Charles lo monstruoso son los embotellamientos, el tiempo que pierde entre el aeropuerto y el hotel o entre el aeropuerto y la obra. Lo cierto es que regresé muy deprimida de Rusia.
P. ¿Por los embotellamientos?
R. No. Por la violencia. Aquello es el Far East. Los nuevos ricos son escandalosos y lo dominan todo con su grosería. Además, tuve una gran decepción. Soy una gran admiradora de Nikita Mijalkov, de su película Outomlionneye Solntsem (Quemado por el sol, 1994), que me parece maravillosa. Pues bien, todos los rusos con los que hablé se refirieron a Mijalkov como a un mafioso y me contaron cosas terribles de él. Es horrible descubrir que una obra que tú admiras ha podido estar realizada por alguien humanamente decepcionante. Puede parecer infantil, pero para mí todo eso fue un gran desengaño.
P. El consuelo es un libro de más difícil acceso que sus anteriores: por su extensión -más de 600 páginas-, por el hecho de que el arranque sea más bien depresivo, porque el lector tarda un poco en poder identificar la voz del narrador...
R. Sí, es verdad, es un libro que no se lo pone todo fácil al lector. No sé qué pasará con la traducción española, pero en francés mi decisión de renunciar a muchos pronombres personales, a no explicitar el sujeto, no siempre ha sido bien comprendida y aceptada. Llevo más de tres meses yendo por las librerías y firmando ejemplares, y con El consuelo me he encontrado con muchos lectores que me decían que les había costado entrar en la historia, que les habían gustado más Juntos, nada más o La amaba. Pero yo quería utilizar ese tipo de lenguaje, hacer sentir que Charles Balanda es una marioneta desmadejada, a la que le han cortado la mayor parte de los hilos. La desorientación que me ha manifestado mucha gente que había comprado la novela me ha hecho comprender hasta qué punto tengo un público que no son lectores habituales, que venía a mis libros por lo que otros les habían dicho. En cualquier caso, ¡me entristece saber que decepciono las expectativas de mis lectores por una simple cuestión de pronombres personales!
P. Sus lectores le escriben.
R. Sí, recibo muchas cartas y tengo la sensación de que me he creado una red de amigos. Pero es imposible tener tantos amigos como cartas. Procuro contestar tantas como puedo. En las cartas, como en los encuentros para dedicar libros, veo que para muchas personas mis libros han tenido un efecto benéfico, las ha reconfortado cuando estaban desanimadas o deprimidas. Eso significa que mi trabajo solitario deja rastro y eso es fantástico. Cuando leemos, todos estamos solos, como cuando escribimos. Y las lecturas a veces nos marcan indeleblemente.
P. Usted inventa palabras, verbos o utiliza términos sorprendentes, como "resiliencia", para referirse a la capacidad de los humanos para sobreponernos a los choques y heridas de la vida.
R. Es un término que escogí porque en francés me parecía sonoro. Sé que mucha gente lo leerá sin saber su significado...
P. ... Es propio de la logomaquia psicoanalítica...
R. ... ¡Yo lo utilizo en su acepción física, referido a la resistencia de materiales! Lo aprendí en el colegio, en clase de física, y me parece que es adecuado para hablar del personaje de Yacine, el niño que sobrevive a un drama familiar terrible. Es cierto que me gusta inventar palabras, sustantivar verbos, de manera un poco inesperada pero que sea muy gráfica. Los del diccionario Petit Robert me han hecho saber que están encantados conmigo, que han podido utilizar mis textos como ejemplo en 40 entradas nuevas.
P. Y también le gusta que las novelas tengan una dimensión casi práctica, un poco a la manera de las clásicas "lecciones de cosas".
R. Pienso que las cosas que aprendo y me sorprenden también pueden interesar y sorprender al lector...
P. ... Como la larga vida de las babosas...
R. En efecto. ¿No es extraordinario que vivan hasta diez años? De pronto soy incapaz de matar una y se me están comiendo el jardín, pero es imposible pensar que un bicho que puede vivir diez años esté ahí porque sí. O también me encanta haber aprendido por qué sacamos la lengua cuando nos concentramos haciendo un dibujo o por qué andamos más despacio o nos detenemos cuando intentamos hablar de algo importante y que requiere reflexión. Sí, es cierto que me gusta colocar ese tipo de explicaciones. Pero eso a usted no puede sorprenderle. A los novelistas y a los periodistas nos pagan para que aprendamos cosas y las contemos. Son oficios magníficos, pues con el pretexto de que trabajamos para ganarnos la vida, nos instruimos y cultivamos.
P. Y que sus novelas se ríen de ciertas convenciones relativas a la estructura: nos topamos con Kate y, de pronto, durante más de doscientas páginas, ella nos cuenta lo que ha sido su vida.
R. ¡Es que una novela es como un acordeón! El tiempo se puede dilatar y acortar como una quiere. Cinco años pueden pasar en un punto y coma y, en cambio, una sola noche te puede llevar esas doscientas páginas. Es un espacio de libertad.
P. Kate habla mucho pero también da la sensación de ocultar muchas cosas.
R. Si se lee entre líneas se comprende que cada invierno o casi vive una depresión importante. Por eso insiste tanto en que ellos la conocen -y conocen la casa- en verano, cuando los días son largos, la naturaleza amable y es fácil compartir. Luego, cuando el sol se va cada día más temprano, llueve y hay que quedarse en casa, de pronto el campo puede ser lo que dice el dicho: de día aburre y de noche da miedo.
P. Cita a escritores más o menos olvidados, como el maravilloso Maurice Maeterlinck de La vida de las abejas...
R. ... Sí, y ningún periodista francés me pregunta por él. Sólo quieren saber las cifras de ventas y los idiomas a los que he sido traducida. Tampoco se interesan por La vie des pierres (La vida de las piedras), que es un texto formidable de Fernand Pouillon en el que nos cuenta cómo un monje construye solo su abadía, ni por Henri Calet, que es mi maestro, mi escritor preferido, un hombre que habla de la dureza de la posguerra o de sus decepciones sin caer nunca en el miserabilismo o en la autocomplacencia. El hambre la sugiere a partir de la promiscuidad. Calet es un pobre con alma de príncipe.
P. ¿En qué proyecto anda embarcada?
R. Quiero ir a vivir unas semanas en una explotación agraria. Necesito enterarme de lo que es ser campesino y tener que adaptarse a los reglamentos de Bruselas. Ya veremos si eso desemboca en algo. Y estoy traduciendo a un autor norteamericano que leí hace tiempo y me gustó mucho. Se trata de John Williams y su libro Stoner. Cuando te gusta el oficio de escribir, traducir es un placer. Además, como soy un autor sé que los autores no son gente respetable y me tomo las libertades que me parecen. Es una cuestión de espíritu.
P. ¿Lo hace para su mismo editor, La Dilettante?
R. Es la primera vez que les pido un capricho: que comprasen los derechos de John Williams. Ellos fueron los únicos que, cuando recibieron los relatos del que iba a ser mi primer libro, me contestaron enseguida y se mostraron interesados en publicarlos. No he querido cambiar de casa. Me envían un cheque cada seis meses: para que pague la calefacción o compre crema bronceadora, me dicen. No me atosigan, no me obligan a giras de promoción y entienden que mis hijos pueden pasar por delante de muchas cosas. Otros me han ofrecido mucho dinero pero La Dilettante me ofrece la libertad. -
Anna Gavalda. El consuelo. Traducción de Isabel González-Gallarza. Seix Barral. 640 páginas. 21 euros.
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