Alberti de cerca
No sin malevolencia escribió V. S. Naipaul que en sus últimos años, de tanto ser entrevistado, Borges había acabado por convertirse en su propia entrevista. En los años de casi anonimato en los que escribió su mejor literatura había fantaseado con frecuencia sobre los otros yoes y los dobles, y en sus cuentos aparecía un Borges fantasmal que hablaba en primera persona y transitaba por la misma Buenos Aires en la que él se movía, y sin embargo no era él mismo. La celebridad y la vejez fueron operando una transformación que sus mejores amigos advirtieron, y que analizó sutilmente María Esther Vázquez: Borges, el escritor, el hombre tímido y privado, el enamorado adicto a la desdicha, el conversador insuperable de las sobremesas en casa de Bioy, se convirtió en el personaje público también llamado Borges, tan universalmente reconocible en su figura como el Sherlock Holmes de las películas y de las caricaturas, como el Elvis Presley de los imitadores de Elvis Presley de los avistamientos de lunáticos. Borges era el anciano ciego de los ojos perdidos y el bastón, el que decía impertinencias políticas, el que balbuceaba charlas eruditas delante de multitudes enfervorizadas, el que decía en privado agudezas o maldades que luego los testigos privilegiados se encargaban de repetir, convertidas ya en un género, en una forma de literatura oral, las anécdotas de Borges. Una parte de ellas serían ciertas. Algunos de los que aún dicen haberlas escuchado de sus labios puede que digan la verdad. Pero hay tantas anécdotas de Borges, tantas personas que las cuentan, que la probabilidad de la mentira no es incompatible con la del fraude: en algún momento pudo haber uno o varios Borges falsos dando conferencias y entrevistas por los lugares más apartados del mundo, impostores más verosímiles que el original, pues no parece posible que una persona sea siempre tan idéntica a sí misma, que no descuide ni uno solo de los rasgos que la definen ante los desconocidos.
"Lo vi por primera vez en el jardín de la antigua Facultad de Letras, aquella voz caudalosa y cálida me arrebató. Parecía que uno escuchaba en ella el torrente más limpio de la poesía española"
"Siguió mejorando con los años su imitación de sí mismo, escribiendo poemillas que eran parodias de los de su juventud, produciendo sin descanso falsificaciones no siempre convincentes"
En Granada, en los primeros años ochenta, yo vi de vez en cuando de cerca a Rafael Alberti, y como era más joven y propenso a la reverencia tardé en darme cuenta de que el fondo íntimo de rechazo o de incomodidad que me producía estaba causado por la sospecha de que aquel hombre iba disfrazado de algo, estaba interpretando un papel. Igual que Borges se resignó en la vejez a hacer de Borges, Rafael Alberti, después de cuarenta años en el destierro, volvió a España vestido de Rafael Alberti, y pasó el periodo final de su vida perfeccionando la interpretación de ese papel, con un cuidado en los detalles digno de los más solventes impostores: la melena blanca, la gorra de marinero apócrifo, la camiseta de anchas rayas, la elocuencia magnífica con que recitaba, mezclando en su hermosa voz acentos porteños e italianos. Lo vi por primera vez en el jardín de la antigua Facultad de Letras, y aquella voz caudalosa y cálida me arrebató. Parecía que uno escuchaba en ella el torrente más limpio de la poesía española, y que la presencia en la ciudad de aquel viejo de pelo blanco nos restituía el tiempo de entusiasmo y libertad anterior a nuestro nacimiento, justo los años en los que él había sido joven, cuando aún estaban vivos quienes nosotros más admirábamos, nombres de leyenda y de luto que para él eran nombres de amigos.
Lo vi más cerca algún tiempo después, al sol suave de una tarde de invierno, en un patio del Hospital Real. La distancia corta y la luz del sol no favorecen a quien va vestido de algo, aunque sea de sí mismo. Con admiración intacta estreché su mano, que apenas apretó la mía, del mismo modo que sus ojos acuosos no llegaron a fijarse en mí. Yo aún no tenía experiencia de lo raros que pueden ser los personajes públicos cuando están en privado; huidizos y raros, como si no estuvieran del todo donde están, o percibieran borrosamente a sus interlocutores, más borrosamente cuanto menor es su importancia. En aquel momento se acercó con timidez y reverencia a Alberti, preguntándole algo, una periodista a la que yo conocía, muy primeriza, recién ingresada en el mismo periódico de vida fugaz en el que yo colaboraba. El personaje ausente se convirtió en un viejo colérico. La voz italiana y porteña que había recitado tan bellamente Nunca vi Granada soltó una áspera grosería española. A continuación se incorporó al grupo que lo agasajaba y ya era de nuevo Rafael Alberti.
Siguió mejorando con los años su imitación de sí mismo, escribiendo poemillas que eran parodias de los de su juventud, produciendo sin descanso falsificaciones no siempre convincentes de aquellas floridas caligrafías en colorines que formaban parte tan integral de su personaje como la consabida camiseta, la gorra y la melena, actuando de Rafael Alberti en escenarios de recitales y tribunas de mítines. Probablemente su simulación no era del todo voluntaria. Hablar en público es una actividad intelectualmente sospechosa, que lo convierte a uno en personaje aunque no quiera, en simulador de sí mismo. Si se tiene demasiada presencia pública el simulador va dominando poco a poco. Quizás por eso los personajes muy conocidos parecen tan fuera de lugar cuando se los ve en privado. W. H. Auden lo explicó mejor que nadie: "Private faces in public places /are wiser and nicer /than public faces in private places". Las caras privadas, en público, son más sabias y gratas que las caras públicas en privado. Siempre en público, rodeado siempre de admiradores fervientes y aduladores obsequiosos, el escritor viejo -y no tan viejo- se deja convertir, por la omnipresencia del halago, en parodia de sí mismo. Ya no quiere o no sabe estar solo, porque en la soledad no hay público; y poco a poco incluso para estar en privado elige a quien al actuar de público alimente la íntima impostura, la representación del personaje.
La última vez que vi de cerca a Alberti fue el día en que cumplió ochenta años. Me dijeron que sería una comida entre amigos, y que a Alberti sin duda le gustaría que le llevara como regalo mi primer libro, dedicado. Llegué al restaurante y los amigos serían más de cincuenta. Me tocó sentarme, claro, muy lejos de Alberti, en lo que un amigo mío llamó "la mesa de los chóferes". Ya a los postres me armé de valor, animado por Luis García Montero, y con mi pobre libro recién publicado (y pagado por mí) en la mano me abrí paso hasta la cabecera, donde Alberti, vestido de Alberti, parecía dormitar, la cara colgando sobre el pecho rayado de la camiseta como una máscara de goma, cansado y aburrido de la gente, de la duración de la comida.
-Rafael -dijo Luis, inclinándose sobre él con el libro en la mano, mientras yo me quedaba atrás, muerto de vergüenza-. Este compañero quiere regalarte su libro.
Sin volverse del todo Alberti entreabrió los párpados y sólo contestó, sin mirarme:
-¿Por qué? -
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