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LUNES DE PÁNICO
Columna
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La ninfa de Larrabasterra

Tengo a mi madre fastidiada en el hospital de Basurto, y como pasamos unos días en Plentzia, cojo el metro para ir a verla. Justo antes de llegar a la estación, en el puente que cruza el puerto, veo pasar delante de mí a una adolescente que no tendría más de 17 años. Qué suerte tienen los chavales de hoy, pienso, mientras advierto el vello que cubre su espalda, dorado por el sol. Larga cabellera rubia ondulada y pantaloncito vaquero minúsculo, microscópico. Sólo la veo de espaldas, el Altísimo no me permite todavía contemplar la belleza de su creación de manera completa. Los movimientos de su ondulante cadera podrían provocar la caída de los pantaloncillos, que se sostienen de puro milagro. Si se le caen, Santa Madre de Dios, sería como ver a la Virgen, pienso, lascivo.

A mi derecha surge otro personaje. Parece tratarse de un joven que sigue a la diosa discretamente, a unos tres metros de distancia: otro pobre diablo abducido por el poder omnímodo de la divinidad. Ella se detiene un instante y advierto de que está llorando. Concretamente se suena los mocos, pero mi carácter corrige estéticamente los acontecimientos. Ahora sí veo su rostro y puedo deciros, amigos, que es sobrenatural. Ojos azules que irradian luz, como conectados a la corriente eléctrica. Nariz esculpida por Fidias en un día particularmente inspirado, labios con tantas curvas y volúmenes que me marean. Me tiemblan las piernas, se me cae el móvil del bolsillo. Ella llega hasta la máquina de los billetes, él se para detrás, tímido, indeciso. Ahora veo la cara de su perseguidor: es un defecto cruel de la naturaleza, una aberración que haría desconfiar a cualquiera de la bondad de nuestro Señor. Ojos pequeños, demasiado cercanos. Efecto Uni-Cej, es decir, dotado de una única ceja que atraviesa como un rayo su frente no muy amplia. Eso sí, buena persona. Inmediatamente le quiero, le comprendo, le perdono. Somos uno. ¿Cómo le ayudo? Me acerco a él y susurro: "Ánimo". Palabra idiota donde las haya. "No la dejes escapar", debería haber dicho, pero no se me ocurre en ese preciso instante. O igual no quiero decirlo, no sé. Me mira y se asusta. Desaparece, derrotado por su falta absoluta de argumentos y una incapacidad evidente para verbalizarlos. Río para mis adentros, sintiéndome estúpidamente triunfador de no sé qué.

Me subo al tren y la veo acurrucada en una esquina, tapándose las lágrimas con el pelo, intentando evitar que contemplemos su dolor adolescente. Saca un móvil de su bolso rosa de plástico. Habla con una amiga. "Lo hemos dejado", dice. Luego sigue una serie de gemidos ininteligibles. Daría el brazo derecho por saber qué dice. Especulo con la posibilidad de acercarme sigilosamente, pero reflexiono y lo rechazo por impracticable. Mi enorme culo a su lado la llenaría de zozobra y sólo conseguiría que llorase, esta vez con razón. No, no puedo hacer nada, sólo verla llorar. Llegamos a Larrabasterra. Ella me mira, la miro. Esto tiene que ser un sueño, esa ninfa no existe, yo no voy en este metro, ¿o sí? Hace tanto calor... ¿Por qué estoy aquí, frente a ella? ¿Qué se supone que debo hacer? Se baja. Desaparece. Yo no digo nada, y descubro que soy como el joven del puente, y que alguien me estará observando a mis espaldas y me dará ánimos. Y ese tercer observador seguirá tras ella, hasta que se quede inmovilizado, sin saber qué decir. Y le sustituirá otro, así hasta que se rompa el hechizo. Yo no sé cómo hacerlo, y además ando preocupado con mi madre. Me bajo en San Mamés y pienso que debería haber comprado alguna revista. Para que se entretenga.

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