La humilde chulería
De viaje en Nueva York, me encuentro con una nueva definición de un antiguo fenómeno social. The humble brag: la humilde chulería. El tono o el contexto son humildes. Uno aparentemente se está menospreciando, o quejándose de la malicia del destino. Pero el objetivo real es chulear: lanzar un mensaje que provoque envidia o admiración. Ejemplos:
¡Hice el ridículo total! Viajé en primera pero el vuelo a las Seychelles llegó con dos horas de retraso.
¡Qué agobio! Conseguimos un palco para la final de Wimbledon pero los canapés en la sala VIP, un asco.
Mi hija de 10 años es la mejor de la clase pero me tiene preocupado: se pasa las vacaciones leyendo a Dostoievski.
Marqué cuatro goles pero no hubiera sido posible sin el apoyo de mis compañeros.
El servicio de limpieza de habitaciones en el hotel Sofitel de Manhattan, lamentable.
Caer en la humilde chulería es mentirse a uno mismo. Uno necesita que el meollo presumido de la cuestión no pase inadvertido, pero quiere creer que al agregar el matiz, al echarle ese toquecito de autodesprecio, uno acaba cayendo supersimpático. Soy un campeón, pero sigo siendo un tipo cualquiera.
La verdad, claro, es que al interlocutor no le engañas. La respuesta infalible al chulo humilde es "¡Qué cretino! Me echa en cara su estatus superior, me hace sentirme pequeño, y encima pretende que le padezca sus desgracias".
Lo peor es que todos hemos sucumbido en algún momento a esta doble idiotez. El fanfarroneo es un impulso infantil que coge fuerza durante la adolescencia, que se diluye con el tiempo -al darnos cuenta de que genera rechazo-, pero que nunca desaparece del todo. Por eso buscamos fórmulas menos inaceptables para comunicar lo mismo. Lo ideal, como bromeaba mi padre, es hacer algo espléndido o generoso sin decir nada, pero que al final la gente se entere por otros medios. "¿Sabes que fulano contribuye con 50 euros cada mes a Médicos sin Fronteras pero nunca lo ha contado? ¡Qué tipo más majo!".
Pero pocos tenemos la paciencia o la modestia para esperar meses o años hasta que nuestra grandeza se descubra. Caemos en la tentación, y demasiadas veces hacemos doblemente el tonto al recurrir a la humilde chulería. Yo mismo no he podido reprimir contar en la primera línea de esta columna que he estado de viaje en Nueva York. Pero, créanme, hacía un calor insoportable, pegajoso, y dos capuchinos en el hotel Pierre de la Quinta Avenida me costaron 24 dólares, y...
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