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me cago en mis viejos III

TRES

Octubre ya. Tengo pasta. Acabo de cobrar lo de EL PAÍS de agosto y el anticipo de Marlow, la editorial que publicó Me cago en mis viejos y a la que he conseguido vender también la segunda parte. Si me alimento de basura y me empotro en una habitación barata, puedo resistir bastante tiempo sin dar golpe. Dicho y hecho. Ahora soy ese gilipollas que saca la ropa de una bolsa de deportes y la mete en el agujero que la dueña de la pensión ha llamado armario. La pieza tiene el tamaño del chabolo de un condenado a muerte y un ventanuco que da a un respiradero con aspiraciones a patio interior. La patrona es una mujer de la edad de mi hermana que alquila "habitaciones para estudiantes", aunque solo tiene dos, la mía y la de al lado, donde vive una chica dominicana que tampoco estudia (curra de asistenta, por horas). El piso está en Montera, a dos pasos de Gran Vía, lo que mola después de haber vivido en la periferia toda la puta vida. Cuando acabo de colocar la ropa, abro el ventanuco para ventilar y veo caer, golpeándose contra las paredes, un bebé desnudo. Tras escuchar, acojonado, el golpe del cráneo contra el suelo, asomo la cabeza y me parece distinguir al fondo una muñeca rota.

Tras escuchar el golpe del cráneo contra el suelo, asomo la cabeza y me parece distinguir al fondo una muñeca rota
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Me cago en mis viejos III, por Carlos Cay
Me cago en mis viejos I, por Carlos Cay
Me cago en mis viejos II, por Carlos Cay

También yo estoy roto. No sé si me he fugado de la familia o me han tirado ellos por la ventana haciéndome creer que el que se arrojaba era yo. Además, si me he abierto de un sitio debería haber aterrizado en otro, pero este chabolo parece un antisitio. Noto en la boca del estómago el bulto del pánico, que es duro como una bola de hierro, aunque está hecho de nada.

Sentado sobre el borde del camastro, observo al pez (al antipez, más bien) dando vueltas dentro de su nueva bola de cristal, viviendo una antivida de cojones. Pero él tiene a alguien que le cambia el agua (el antiagua, si pensamos que necesita unas gotas de anticloro), y que deja caer sobre su cabeza, como un maná, esa basura de comida en escamas, esa anticomida que huele a sobaco. Y entonces descubro que el pez de los cojones no es el mío, sino el del hombre invisible, que debió de dar el cambiazo a mis espaldas. Puto crío, qué manía con que me ocupe de él.

Lee el capítulo CUATRO.

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