La boca del volcán
La censura, siempre tan preocupada por las sórdidas cosas de la carne y por la materialización del deseo amoroso o erótico, sentía una alergia excesiva a este acto tan gozoso en el que dos personas (o más) juntan con arrebato, éxtasis, dulzura, sensualidad, amor o desesperación sus ansiosos labios. Siendo esta indeseable guardiana de la pureza tan profundamente retorcida y en ocasiones involuntariamente surrealista obligó con sus reglas, pactos, conveniencias e inconveniencias sobre los besos a estimular la imaginación de guionistas y directores, al uso magistral de la elipsis maliciosa y en el caso de Lubitsch a dejar libertad a nuestro pensamiento para que éste visualizara a su gusto los volcanes eróticos que estallaban detrás de una puerta cerrada. Durante muchos años los besos eran de piquito, con aroma fraternal, ñoños, declarando proscrita a la viciosa lengua. A cambio, y no me refiero al cine mudo, desarrolló el arte hirviente de besar con la mirada, con los gestos, con la palabra.
La retorcida censura estimuló la imaginación de los guionistas
Los besos que más me conmueven son los que no se han dado
Es curiosa la mojigatería para mostrar con lubricidad en la pantalla ese acto que tanto complace al mirón de cualquier época y lugar, lo que materializa el amor, el anhelado final en el que la heroína y el héroe funden erógenamente su pasión, su anhelo o sus sueños.
En el conmocionante aunque también previsible final de Cinema Paradiso, Giuseppe Tornatore tenía la brillante y emotiva idea de que el desolado protagonista rescatara, en un paquete que le había guardado con celo el paternal y entrañable proyeccionista que acaba de morir, la antología de los besos más intensos, trascendentes y románticos de la historia del cine. Y hasta el mayor tullido emocional percibía en ese torrencial homenaje a las sensaciones que nos han regalado las películas que sus ojos se humedecían, que algunas de las mejores cosas que nos han ocurrido en la vida estaban en esa sucesión de imágenes.
Hay besos para todos los gustos. El que yo prefiero lo filmó un hombre muy gordo llamado Alfred Hitchcock y del que se presupone que prodigó poco o nada los besos apasionados, si excluimos los que le daba a su eterna esposa Alma Reville. Ocurre en Encadenados. La cámara da vueltas, participa en la impresionante intensidad de ese ósculo entre esa mujer acorralada y su implacable seductor. También es sorprendente el besazo que le suelta la aparentemente distante y fría Grace Kelly al sorprendido Cary Grant en Atrapa un ladrón.
Otro morreo que encuentro insuperable es el que se sacuden en medio del viento la fierecilla indomable y el atormentado ex boxeador que regresó a Innisfree buscando la redención y la paz en la maravillosa El hombre tranquilo. Si lo que nos va es el masoqueo febril, ningún beso mejor que el de los agonizantes Jennifer Jones y Gregory Peck en Duelo al sol. Igualmente el beso es la antesala de la muerte entre la manipuladora y terrorífica Barbara Stanwick y el desengañado Fred MacMurray en la genial Perdición. El calentón al que sometía Marilyn Monroe al tramposo Tony Curtis enseñándole a besar en Con faldas y a lo loco no tenía nada de trágico, era hilarante. Y era lluvioso y lírico el de Audrey Hepburn y George Peppard en Desayuno con diamantes.
La dama que besa con más morbo es la tan bizca como morbosa Ellen Barkin. Que se lo pregunten al Al Pacino de Melodía de seducción y al Dennis Quaid de Mi querido detective. Era turbador pero desgraciadamente provisional el beso que le da a James Stewart la confundida y muy borracha Katherine Hepburn en esa obra maestra de la comedia titulada Historias de Filadelfia. Y cómo mola el de Gable a Vivien Leigh en una Atlanta derrotada y en llamas. O el ardoroso muerdo que se propinan en la playa los adúlteros Deborah Kerr y Burt Lancaster en De aquí a la eternidad. O los que le esperan a la sensual Kathleen Turner cuando el excitado semental William Hurt se cansa del coqueteo inútil, rompe con una silla los cristales de la casa y entra en plan toro salvaje a devorar su escurridizo y abrasivo deseo en Fuego en el cuerpo.
Buster Keaton pretende lógicamente estrangular a la inútil de su novia cuando en plena persecución en tren le pide madera para alimentar la máquina y ella le entrega una astillita. Después de pensárselo un segundo, le quita las manos del cuello y le da un beso. Pero es en la segunda parte de El Padrino cuando aparece el beso más terrible de la historia del cine. Se lo da Michael Corleone a su traidor hermano Fredo antes de firmar su sentencia de muerte.
Los besos que más me conmueven son los que no se han dado. Los enamorados de In the mood for love no llegan ni a tocarse. El pistolero Shane rechaza su último refugio y se pierde en el horizonte sin haber besado a la madre del niño. La cuñada acaricia la ropa de Ethan Edwards cuando cree que nadie la mira en Centauros del desierto, pero nada más. No hay besos en la despedida de Bogart y Bergman, dos personas que tienen que renunciar a su última ilusión, en el neblinoso aeropuerto de Casablanca. Romy Schneider solo pronuncia un estremecedor "te quiero" al apaleado Fabio Testi en Lo importante es amar. Si besara ese rostro tumefacto le haría daño.
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