SUMAS DE ARTE EN LOS PIRINEOS
Hay lugares que acumulan opuestos con extraña terquedad. Céret, capital del Vallespir, en los Pirineos orientales franceses, es uno de ellos. Se trata de un término municipal de poco menos de 7.000 habitantes que se extiende desde el valle del Tech, a 175 metros de altura sobre el nivel del mar, hasta los contrafuertes del Canigó, a 1.400. Tan pronunciado desnivel en una población de tan modestas dimensiones debe ya hacernos sospechar. Céret, en efecto, parece querer abarcarlo todo: el llano y la montaña, la quietud de la jubilación y la inquietud radicalmente joven de las vanguardias artísticas, Francia y España, los plátanos y los alcornoques, las cerezas y las mimosas, la petanca y los toros (con Béziers, Nîmes y Arles, configura el cuadrilátero de las temporadas estables a la española en tierras francesas), la música contemporánea (celebra por estos días un festival dedicado a ella) y la popular, muy especialmente la sardana, que se toca mucho en sus plazas, una de las cuales está dedicada a la danza, con un monumento diseñado por Picasso.
Parece querer abarcarlo todo: el llano y la montaña, la quietud y la inquietud
Hay en la villa una fuente, llamada "de los nueve chorros", documentada desde el siglo XIV, que sintetiza de manera precisa tal acumulación de diversidades. Coronada por el león de Castilla, que hicieron instalar los Reyes Católicos cuando la incorporaron a sus dominios, la escultura no fue retirada tras la anexión a Francia por el Tratado de los Pirineos (1659), sino que, pragmáticamente, fue girada, de manera que diera la espalda a España, toda vez que en su base se añadía la siguiente leyenda: "Venite Ceretens, leo factus est gallus" ("Venid, ceretanos, el león se ha convertido en gallo"). De esta forma no hubo que renunciar a ninguno de los dos animales emblemáticos.
Pero la fama de Céret está indisolublemente unida al arte del siglo XX. El crítico André Salmon la bautizó como "la meca del cubismo", debido a que allí se instalaron en el verano de 1911 Picasso y Braque, quienes descubrían por entonces ese estilo. Pero los dos artistas, en una nueva suma de opuestos, recalaron allá gracias a las formas clásicas y redondeadas del novecentismo. En efecto, un par de años antes, los escultores Manolo Hugué y Arístides Maillol y el pintor Frank Burty Haviland habían abierto la senda del arte ceretano huyendo de la tramontana de la cercana Banyuls, que les amargaba el veraneo. Pronto se unió al grupo el compositor Déodat de Séverac, y en diferentes épocas pasaron por allí o cerca de allí Juan Gris, Moïse Kisling, Max Jacob, Pierre Soutin, Marc Chagall, Henri Matisse y Joan Miró, sin citarlos a todos. En 1950, el pintor Pierre Brune, que a principios de siglo había adquirido el castillo medieval Le Castellas e iniciado con Burty Haviland una importante colección, fundó el Museo de Arte Contemporáneo, instalado desde 1993 en un moderno edificio de Jaume Freixa.
Es una maravilla de museo. A destacar las donaciones que realizaron Picasso y Matisse: del primero, un extraordinario conjunto de 28 cerámicas con motivos taurinos, y del segundo, 14 dibujos realizados durante su estancia en Collioure en 1905. Además, está una importante serie de esculturas de Manolo (conviene no perderse en una de las placitas La petite catalane, monumento dedicado a la memoria de Séverac); La femme oiseau, de Miró, y Les gens du voyage (1968), de Chagall. Por supuesto, Dalí no podía dejar de estar, y en 1966 organizó uno de sus divertidos happenings en la plaza de toros. La entrada del centro está flanqueada por un imponente díptico de Antoni Tàpies.
Pero, una vez concluida esta visita, Céret no exime de vagar por sus callejuelas empinadas y sus placitas frescas, ni de comer en alguno de sus restaurantes de menús honestos, en los que el vino en pichet (a granel) nunca falla. Para digerir, hay que acercarse hasta el Pont du Diable, un puente del siglo XIV, de arco único de 45 metros de luz, que sortea el Tech a 22 metros de altura. Allí se visualizan claramente las ansias sumatorias de la pequeña localidad pirenaica: tras el puente medieval, se extiende el de la carretera y, más allá, el de la vía férrea.
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