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Reportaje:Siete semanas de aventuras

Lawrence de Alejandría y el sexo

Jacinto Antón

Llegué a casa de Lawrence Durrell con diez años de retraso. El autor de El cuarteto de Alejandría murió en 1990, pero el otro día sentí la imperiosa necesidad de viajar hasta Sommierès, el pueblo del Midi donde residió parte de su vida y pasó sus últimos días. Pues vaya una aventura, se dirán. Bueno, la vida de Durrell fue una gran aventura vital la India, Grecia, Egipto, teñida de inquietudes espirituales y esotéricas, del gnosticismo al budismo pasando por el quincunx y el tesoro escondido de los templarios; adobada con elementos tan excitantes y dignos de su cuasitocayo Lawrence de Arabia como la guerra, el Foreign Office y hasta el espionaje, y abismada en las complejidades y tormentos de la creación artística. Por no hablar de su profunda exploración del amor y el sexo. Pensé que todo eso, especialmente las dos últimas cosas, merecía reverdecer la relación con Lawrence Durrell. Una relación que empezó, claro, con Justine (1957) en la universidad -yo, no ella-. Me saltaba las clases de semiología para estremecerme en el bar con las pasiones de la alejandrina, y nunca me he arrepentido, porque las pasiones te las palpas, pero a ver dónde ha ido a parar la semiología. La prosa de Larry se me mezcla con el recuerdo del campus, los PNN y la primera percepción concreta del eterno misterio femenino, que en esa época conducía un mini rojo.

Viaje al pueblo de Sommières, donde vivió y murió Durrell, con su novela 'Justine' en el bolsillo y el trasfondo de la promiscua y oscura vida amorosa del escritor

Con Justine, con la que descubrí la palabra "ninfomaníaca" -de momento sólo la palabra- vivía en tal estado de efervescencia emocional introspectiva que hasta sentía celos de Darley, Nessim y Capodistria, y mi pituitaria, por no hablar de otras glándulas, creía reconocer Jamais de la vie en las aulas desbordantes de pachuli. Ah, l'amour. Mucho más tarde, en los paseos por la otrora libidinosa y promiscua, caleidoscópica Alejandría, el gran lagar del amor, a la sombra del Viejo, volví a encontrar la huella de Justine, inconmensurablemente intacta y seductora.

Lawrence Durrell (Jullundur, 1912-Sommières, 1990), autor de 16 novelas, seis libros de viajes, tres obras de teatro, varios volúmenes de maravillosa poesía y algunos guiones de cine (entre ellos uno para la Cleopatra de Mankiewicz) era un hombre complejo, y me quedo corto. Parece que parte de esa complejidad -véase la fascinante biografía de Gordon Bowker Trough the Dark Labyrinth, Pimplico 1998-, se debía al trauma o rabieta de que lo sacaran de niño de la India donde, retoño de funcionario, vivía libre como un Kim, para sumergirlo solito en la gris y encorsetada Gran Bretaña, lugar en el que difícilmente veías un elefante o una mangosta y no te digo un lama. Sea como fuera su forma de tratar a las mujeres, a menudo muy cruel (es lo que tiene que leas a Sade subrayándolo), dejó mucho que desear, lo que sorprende en alguien capaz de describir con tanta exactitud y sensibilidad los enigmáticos entresijos del amor y que además de entrada resultaba de lo más simpático, como me dijo una vez uno de sus amigos, el heroico Paddy Leigh Fermor, al que le dedicó el poema The Lost Cities. Tenía, Larry, detalles divertidos como pasearse por el Belgrado de Tito en el Horch que había pertenecido a Goering. Es verdad que siempre le dio a la bebida y pasó épocas en que se echaba al coleto una botella de whisky diaria, cuando no empezaba con el ouzo a las ocho de la mañana. Se casó cuatro veces (Nancy, Eve -Justine-, Claude y Ghislaine), haciendo antes o después la vida insoportable a sus parejas, y se le achacó póstumamente una relación incestuosa con su hija Sapho, que se suicidó a los 33 años colgándose con unos pantys y dejando escrito que no quería que cuando muriera su padre lo enterraran junto a ella. Su idea de la relación de pareja era simplemente monstruosa: ellas estaban para ser compañeras de cama -no exclusivas, por supuesto- y apoyarle en su vida creativa aguantando su comportamiento egocéntrico y sus luciferinos arrebatos de violencia impregnados de alcohol cuando se sentía constreñido por la vida familiar. Es una imagen que nos invita a reflexionar a los hombres.

Se consideraba totalmente amoral en lo que respecta al sexo, cosa que ha de dar mucho juego. Por sorprendente que parezca dado que era bajito, con una nariz de bombilla y que gustaba de tocarse con un gorrito de pescador de bacalao, tuvo siempre un enorme éxito con el otro sexo. En parte porque iba a por todas, pero también porque muchas se creían Justine, Clea o Melisa y querían asomarse al alma del maestro, el tenebroso crisol interior del que brotaban tan extraordinarias e incandescentes historias de amor contorsionado y sexo contrito; entonces, de repente, hop, él ya estaba con los pantalones bajados y ¡toma Pursewarden! Está documentado que de esa guisa era todo un espectáculo: sus, ejem, erecciones, de creer los testimonios, fueron siempre soberbias, cosa que él achacaba a la práctica habitual del yoga, y que viva el yoga. Le precedía (!) una fama de gran amante, más brutal, desde luego, que tierno, y cerca de los 70 aún se entrenaba en la técnica tántrica de retención de lo que pueden suponer, para mejorar su rendimiento erótico.

Llegué a Sommières, en el Languedoc, una tarde calurosa y brillante entre la enfebrecida fanfarria de las cigarras y el austero chasquido metálico de las bolas de petanca: Spirit of place. Aparqué bajo los altos plátanos de la avenida y tras fastidiar un poco a los patos del Vidourle haciendo como si estuviéramos en una cacería en el lago Mareotis, me encaminé hacia el centro de la asociación durrelliana del Languedoc, para encontrarla cerrado a cal y canto. Tampoco dio mucho de sí el Espace Durrell, una sala de exposiciones en el antiguo convento de las ursulinas (¡). Dado que no iba a haber cultura, para ponerme a tono con Larry me tomé en el bar en que jugaba a ping-pong con Henry Miller un vin rouge, un Pernod y un arquebuse, el explosivo licor local. Buscando algo parecido a Grecia, Larry y Claude arribaron a Sommières en 1957 pobres como ratas y se instalaron en una vivienda que carecía hasta de retrete. Fue en 1965 cuando adquirieron la casa de 15 Route de Sausines. Durrell la llamaba Vampire House y le consagró un tristísimo poema -"hemos muerto todos aquí, uno a uno / de poco claras enfermedades, falta de sol, o diversión"-. Llegué hasta la mansión, que ahora es propiedad de un particular. Traté de imaginar al escritor en el melancólico jardín, viejo y derrotado, estropajoso, vestido, como decía él, "para asustar a las serpientes". El ogro Larry, pagando en soledad preñada de fantasmas y memorias su egoísmo y su dedicación a la "locura creativa", ajado Príncipe de las Tinieblas. "Los monstruos existen en cada uno de nosotros", decía. Llamé al interfono y pregunté: "¿Justine?". "Pas ici", fue la rápida respuesta. Así que me limité a dejar mi viejo ejemplar de la novela en el escalón, como ofrenda. Miller, maestro y amigo de Lawrence Durrell, opinaba que el problema de este con las mujeres era su incapacidad para el amor verdadero, el de la generosidad y la entrega más allá del enamoramiento y los relámpagos del deseo. Quizá de todo lo que aprendimos de Larry nada nos sirva tanto como eso. Sea como sea, sus páginas siguen ahí: "En la época en que conocí a Justine, yo era casi un hombre feliz...".

Lawrence Durrell con su primera hija, Penelope, bromeando en una escuela de ballet en 1960.
Lawrence Durrell con su primera hija, Penelope, bromeando en una escuela de ballet en 1960.GETTY

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
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