Guía secreta de la ciudad de agua
A Venecia se la comienza a amar en profundidad después de que se le ha odiado, y sobre todo, después que se ha logrado saltar el papel siempre secundario de turista, ilustrado o no. Y eso es difícil. Hoy, los datos mandan: en Venecia quedan menos de 50.000 venecianos, y hasta barrios como Sant'Elena (hasta ahora librados de las invasiones foráneas) ya han caído. Su cercanía con Arsenale y I Giardini (los espacios estables de la Bienal) han contribuido a esta lenta colonización que a veces es amable y a veces no.
Si se anda por ahí, en Campo de La Tana, hígado con cebolla mediante, se puede entrar en la librería del muro Arsenale, una de las mejor surtidas en moda, arquitectura o diseño y donde puede gastar dinero en objetos tan inútiles como hermosos: la estilizada góndola de metacrilato para sacar a la mesa aceitunas es el mejor ejemplo (los japos las compran a pares).
Allá donde menos se espera, los venecianos colocan algo que atrae sin remedio
Ni los enterradores del Cementerio de San Michele in Isola, ni los pizzeros de Campo Santa Margarita, ni los músicos que aporrean Vivaldi en San Vidal en cuatro turnos por jornada, ninguno es veneciano. El fenómeno multicultural y de la emigración toma allí carta de naturaleza, quizás antes que nadie. Pero ahora se nota más. Si los moros de talla en madera renegrida con taparrabos dorado y plumas eran privativos de las escaleras de los palacios dieciochescos, ahora pueblan los puentes vendiendo falsos bolsos de marca o cinturones de pega. Cuando la policía los hostiga, se refugian en el recodo de Río Terrà dei Assasini.
Una manera de buscarse una vida propia a la veneciana es huir de los circuitos establecidos. Tarea ímproba y compleja pues arañando supervivencia y negocio, allá donde menos te lo esperas, los venecianos (que desprecian olímpicamente al extraño) han colocado algo que atrae inexorablemente al incauto o al entusiasta, con un tipo de escenografía comercial que mezcla la exposición museística de anticuario con la venta pura y dura. Es el caso de la tienda de telas frente al Bel Sito & Berlino (Santa Maria del Giglio) donde alguna leyenda de voz baja sitúa a Mahler. Junto a cojines con el León de San Jorge, trozos de pasado en raídos damascos de Praga, otomanes con algún lustre y festones de gruesa seda china. A su espalda: la Calle de la Vida (el letrero en castellano), un estrecho pasadizo con luz natural de cine viscontiniano que da al canaleto y donde se refugian de los mejores grafiteros del Véneto: merece leer atentamente el muro.
Entre Sant'Angelo y Santo Stefano está Rigattiere, donde se exponen las cerámicas de Bassano del Grappa (Casanova ya elogió la naturalidad y realismo del esmalte de los tomates encarnados). A la derecha, el Campiello Nouvo o dei Morti (pregunte el origen del nombre, que es cuento gore) que acaba en una escalerita donde está la única persona que aún hace encajes de cristal a la veneciana y exhibe su colección de piezas antiguas.
Tras la Accademia y su puente de madera (ceda a la gran cultura: un ojo al cuadro Trafugamento del corpo di San Marco, de Tintoretto, que al restaurase descubrió más de un misterio y aún el gentío pasa de largo) y antes de desembocar en Zattere, se llega a la antigua Bottega, quizás la única que aún recuerda a Goldoni y donde el dolcetto o el bracchetto de Asti siempre están espumantes y fríos. A sus puertas, auténtico botellón a la italiana: un sitio de reunión de los más jóvenes. Tras el campo de la iglesia que la enfrenta, y antes de Zattere, hay una rareza semioculta: el cobertizo de reparación de las góndolas con sus insultantes geranios rojos. Algo más que un cuadro de Longhi ver a los botadores embrear las maderas bajo un sol justiciero.
Y no se olvide de tomar, por 50 céntimos -¡sí, medio euro!-, el servicio de góndola para atravesar el Gran Canal y no dar rodeos. Probablemente es lo único barato que queda allí (es un servicio público).
Tómelo tras la Piscina San Samuele en la Calle de Garçons abocada a su muelle de madera y será depositado en San Tomà, muy cerca de Ca?Ressonico, donde en las buhardillas reposan los frescos de Tiepolo de los Pulcinellas, un conjunto de obras no por famosos (en cuanto a fotografiados) menos olvidados del mundanal periplo (hay que subir varios tramos de angosta escalera).
Ya en abierto, las palabras Ponte del diavolo dicen mucho en Venecia. No hay uno, sino cinco (pasa lo mismo con las Calle Le Cafetier, un montón), uno de ellos en Torcello con leyenda negra incluida. Es una aventura buscarlos... y ¡encontrarlos! El que está frente a Fruili, tiene el gran relieve angular de Lucifer en intimidante piedra blanca. Uno de estos puentes desemboca en la Calle del Amor. Por algo será.
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