DESCONFIANZA
Coleccionábamos papel de cartas con dibujos cursis y olores almibarados. Aquellas hojas por lo general rosas, aunque también las había moradas, verdes, rojas y azules, marcaban jerarquías precisas. Las que abundaban te ponían cara a la pared, bien apretada con otras niñas. Para salvarse bastaba lo insólito, que además debía rozar lo bello. Con seis años, yo podía ir sola a muchos más sitios que cualquiera de las compañeras de mi clase, pues mis padres abogaban por preocuparse lo justo. Eso ampliaba mis posibilidades de distinguirme de las otras niñas a través de las hojas cursis, distinción de la que estaba necesitada por ser nueva en el colegio y hablar con un acento del sur que lo único que atraía a mi alrededor era el vacío. Para que te quisieran había que lucir algo especial del tipo ser rubia con ojos azules, hacer siempre bien los deberes o poseer hojitas que fueran rarezas. Había estado ahorrando durante dos semanas el dinero de la merienda, y una tarde, y puesto que nadie me vigilaba, llegué a la calle de Colón y me metí en una papelería, donde encontré unas hojas amarillas. Su diseño, salpicado de animales de granja, no era muy distinto al de las que circulaban en mi clase; sin embargo, estaba segura de que nadie más tenía aquel modelo. A la mañana siguiente le enseñé a una de las niñas que viajaba conmigo en el autobús escolar mi nuevo tesoro. Se trataba de una pelirroja que nunca me había dirigido la palabra, y que prorrumpió en exclamaciones y promesas de amistad eterna cuando le mostré aquellos papeles de cartas. "Puedo conseguirte unos iguales", le dije, y de repente experimenté algo mucho mejor que ser querida por tener algo único: compartirlo. Pero, oh, cometí el error de asegurarle que al día siguiente tendría sus hojitas amarillas. Me había quedado sin dinero, y necesitaba volver a ahorrar. Como no podía demorarme, le pedí a mi madre 600 pesetas para la dádiva. "Ya te hemos comprado muchas", me contestó. "No es para mí", le dije, "quiero regalarle las hojas a una amiga". Mi madre me respondió sin ninguna piedad: "¿Una amiga? Esa lo que quiere es aprovecharse de ti, no seas tonta". Yo no le había contado a mi madre que vagaba sola en el recreo, pues no era tan fuerte como para reconocer que algo iba mal y defraudarla. Tampoco le hablé, porque en ese momento no lo entendí, de que acababa de destruir mi confianza en la generosidad, y por ende en cómo podía acercarme a través de ella a los demás. Me limité a sentirme idiota, pues creía ciegamente en sus juicios apocalípticos. Por supuesto, mi madre no permitió que yo faltara a la palabra que había dado, y me acompañó a la papelería a por las malditas hojas. Al día siguiente se las di a mi compañera en silencio y con desdén. Me quedó un regusto espantoso. Y hasta hace poco no he sabido qué nombre ponerle.
Yo no le había contado a mi madre que vagaba sola en el recreo, pues no era tan fuerte para reconocer que algo iba mal y defraudarla
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.