El poeta lo sabía
El poeta lo sabía.
Lo dejó escrito en unos versos que hoy están en la pared blanca de la casa que fue de su padre, allí donde dormitó durante varias generaciones su barco, el Capitán Argüello.
Carlos Barral lo sabía. Nació allí, prácticamente; el mar otorga a quienes lo aman una intuición extraña, todopoderosa; y él sabía qué iba a pasar. No era difícil, quizá, pero él lo dijo.
Así lo dejó escrito muchos años antes en su poema Hombre en la mar.
"Lo sé. Desaparecerán los últimos, / sus barcas / demasiado pesadas envejecen, / y esta vez para siempre, en la dorada / hoz de arena finísima / que ahora / pueblan de parasoles los bañistas". Y más aún adivinó el poeta el porvenir inquietante de Calafell, que había sido para él el mito de la infancia feliz: "Implacable, / crece aprisa un suburbio / de hoteles y terrazas donde estaba / la silla del recuerdo".
Ni la arena de Calafell es la que Barral pisaba como si volara. Y los edificios han aniquilado el frente marino
Marsé, que escribió aquí 'La muchacha de las bragas de oro', con la que ganó el Planeta, ha sido el más fiel a Calafell
La silla del recuerdo está en una fotografía; en ella se sienta el niño Barral, con una gorra aún más solemne (y napoleónica) que las que usó de mayor. La foto está ahora en La Espineta, el bar que abrió Yvonne Hortet, la mujer de Carlos, y que ahora regentan sus hijos Yvonnette y Marco. Alexis, el otro hermano, se alejó de la hostelería, y Danae, la joven que sale en tantos poemas, de su padre y de Jaime Gil de Biedma, abrió en Madrid otro restaurante, el Capitán Argüello, y luego lo cerró. Ahí, en el Capitán Argüello, estaba esa foto, que ahora ha heredado La Espineta.
En La Espineta, Yvonnette nos enseñó esa foto, cuando estábamos al borde del mar con Juan Marsé. Fue un momento de mágica nostalgia. De pronto, el hombre que de niño hizo de este lugar el paraíso se encontraba siendo el centro de atención, fotografiado, casi veinte años después de su muerte. Y miraba el retrato gente que deplora que tuviera tanta razón en esos versos.
Ni la arena de Calafell es la arena que él pisaba como si volara. A finales de los ochenta, casi cuando Barral estaba diciendo adiós a todo esto (murió en el otoño de 1989, a los 61 años, en Barcelona), el Ministerio de Obras Públicos decidió restaurar la arena volatilizada de Calafell, y para desgracia de la historia usó la arena de Garraf, contaminada por una cementera. Los que saben del lugar a veces aprecian que aquella sutileza arenosa ya no es la misma.
Y no hay pescadores; las alturas de los edificios han dejado aniquilado el frente marino del pueblo, y sólo tres o cuatro casas (la casa de Barral, que ahora es un museo, la de La Espineta, algunas más) han vencido la ambición constructora y la ansiedad de los marineros por permutar sus casas viejas, "pero sensatas", como dice Marsé, por viviendas nuevas.
Con Marsé, que viene aquí desde hace 20 años, pero que vino antes, y muchas veces, tras el señuelo marinero y amistoso de Carlos, hablamos en la frontera entre el municipio de Calafell y el vecino Vendrell. Y como si el sinsentido que anticipaba Barral y la sensatez tan rara en los municipios de la costa, el Vendrell está intacto, como si lo hubiera salvado un ángel de la guarda, y Calafell está construido como a martillazos. Allí donde hay un hueco viene un edificio, y con él viene su ruido, el ruido que los constructores llamaban futuro.
El nieto de Barral, Malcolm, protagonista de tantos poemas, y que paseó con el abuelo tantas veces por estos litorales, escuchó cómo su abuelo y Ana María Moix definían el camino hacia el poniente como "el paseo metafísico". Hoy el paseo metafísico sólo está en los poemas y en los recuerdos del chico, que ya tiene 34 años y es editor, como su abuelo.
Con él estuvimos (y con Yvonnette, que heredó la osamenta del padre, y su risa veloz, confiada) en la casa de Yvonne, la viuda. Ya ella se ha quedado a vivir en Calafell; tiene la habitación llena de fotos de Carlos, de marinero, de editor, de fumador de pipas, risueño o en pose de poeta, y ella descansa y mira en un jardín al que llega, muy lejano, el rumor de la zona de La Espineta, donde el poeta fabricaba su felicidad desde 1928, cuando nació.
Ahora, claro, hay melancolía; a ellos les pregunté por momentos felices con Carlos en Calafell. El nieto recuerda aquellos ratos por "el paseo metafísico", Yvonnette recuerda aquella época salvaje, y la madre, es decir, la abuela, recuerda como memoria feliz de aquellos tiempos "a mis hijos corriendo por la playa".
Todo eso, esa nostalgia, está en aquella fotografía que Yvonnette le enseñaba a Marsé. El autor de La muchacha de las bragas de oro (la escribió aquí, en Calafell, con ella ganó el Planeta) ha sido el más fiel a Calafell. Baja poco a la playa, el bullicio no le va; con Joaquina, su mujer, y con su nieto Guille, que ya tiene ocho años, y con Berta, su hija, nos recibe esta tarde en la piscina de la casa, después de almorzar en Giorgio, "uno de los mejores restaurantes italianos de España". Giorgio está aquí desde hace 40 años; vio entrar y salir a Barral de grandes desastres y de otras esperanzas, "siempre como un señor, que entra pidiendo un vaso de vino y que le pongamos en el tocadiscos El viejo frac, de Domenico Modugno". Joaquina oye el relato y subraya con una frase lo que es en definitiva, también, la memoria que desata aquella famosa fotografía: "Se murió Barral y se murió esa parte de Calafell".
Era un hombre capaz de construir un mito donde sólo había un pueblo de pescadores. Como si él lo hubiera estado oyendo, Marsé nos había dicho, en La Espineta, lo mismo que Barral predijo. "Implacable, / crece aprisa un suburbio / de hoteles y terrazas donde estaba / la silla del recuerdo...". En Yvonnette vi también la voz dolida y como vaciada de entusiasmo del poeta. Esa voz está grabada en la Casa Museo donde se guardan, aún, sus aperos de escribir... Marsé veía aquí, cuando vino (y cuando vinieron Vargas Llosa, García Márquez, Jorge Edwards, Muñoz Suay, Bryce Echenique...; hay una foto de Barral con Manuel de Lope que también simboliza aquella plenitud de lo sencillo), "casas humildes, sencillas, habitables, sensatas... Eran todas iguales, como las que yo vi de niño en Arbós del Penedés, donde pasábamos los veranos: la escalera a la derecha, el hogar a la izquierda, un patio detrás, un pozo y una higuera...". La única diferencia, el lugar donde guardaban las barcas.
No venían sólo por la playa, claro; "entonces nos juntaban muchas cosas, la literatura, la política, y los veranos, la amistad". La escritura fue aquí fecunda, para Marsé, para Barral... Barral dictaba, y el último libro de memorias, Penúltimos castigos, se lo dictó al nieto Malcolm. Al fin del dictado exclamó: "¡Es el primer verano que trabajo en Calafell!". Marsé se encerraba más, y mejor, y Barral (esto lo recuerda Yvonne, y lo recuerdan los chicos: "¡Hasta que nació Malcolm, él no supo qué era dedicarse a la familia!") se dedicaba a seducir a escritores y a visitantes; era un editor, aunque ésa no fuera su vocación verdadera, la verdadera era la de marinero, pero tampoco era un gran marinero... ¿Y cuál era la vocación de Carlos Barral? Acaso, ser Carlos Barral.
"Y mira", dice alguien, "en esa foto tiene tres años y ya mira sabiendo que es Carlos Barral".
Lo fue. A nadie le cabe duda.
Y Calafell fue él.
Calafell era, para él, "el mito de la infancia feliz". Y aquí venía a recuperarla, como si la estuviera arañando con la ansiedad con la que uno toca lo que ya no se recupera jamás en la vida, la felicidad de la niñez.
Por aquí andaba descalzo, pero así caminaban sus vecinos; un marinero fue con él una vez a Barcelona y se dedicó a recorrer la ciudad con los zapatos en la mano. Marsé nos señaló un murito, "y ahí se echó Carlos, como era, con su tanga, descalzo, y se quedó dormido. De pronto, uno de los paseantes se detuvo ante esa figura que juzgó deplorable, y se quedó mascullando unas cuantas frases sobre los pordioseros".
Era como un faquir.
Con Marsé está Berta, su hija; aquí vino desde chica, jugaba con los cubos en la playa, recuerda aquella arena que ya cambió de piel... Yvonnette vivió sobre aquella arena, a la que su padre se lanzaba desde la casa familiar, desde el balcón canario, una extravagancia en Calafell. Ella señala otras pérdidas: los animales autóctonos, los gusanos, los cangrejos, las tallinas, los huevos de mar que se han ido con el desarrollo y con el olvido... Alguien tuvo la delicadeza de guardar, en una botellita, la arena de entonces, y ahí está, como una reliquia o como un poema... "Trasplantar la arena", dice Marsé, que ejerce de anticlerical militante, "es como si a ti te ponen un trozo de Rouco o de Porcel, ya eres otro. Pues eso hicieron con la arena, le pusieron un trozo de Rouco, qué querías que pasara".
Edificios y más edificios. Y juegos, bazares. La noche es larga en Calafell, bajo la luna de plata, pero el ruido anima el pueblo como si estuviéramos en Las Vegas. Por la mañana, cuando aún no hay nadie en las calles, ya te llaman de una sala de juegos donde hay Internet. Es la voz grabada de un niño: "¡Anímate a jugar!". Unos pasos más allá, en El Vendrell, la paciencia retorna a la vida de la playa... ¿Y qué ha pasado para que esta maldición caiga sobre el lugar, qué le ha hecho Calafell al futuro? Me atajan. Pasa en toda la costa, en la catalana y en la del resto de España; acaso aquí hubo un poeta y ahora se llora más lo que él ya lloraba. "Pero esto pasa en Blanes, en Lloret, en Platja d'Aro... Lugares bellísimos machacados por la construcción desorbitada".
"Queda Cadaqués", dijo Marsé. ¿Qué hizo el milagro? Que es difícil llegar. Y a lo mejor, que no hay arena. Estuvimos en Dénia, la arena atrajo los grandes edificios. Les Rotes se mantiene casi como fue. La arena aquí ha sido objeto de una enorme codicia. Y ahora aquí, me dice Marsé, "no ves ni una barca". Pero hay un pescado exquisito. Que viene de Vilanova.
Cuando nos vamos de Calafell volvemos a la Casa Museo Barral. María, que la atiende, promete leerlo, todavía le resulta difícil el poeta. ¿Entra mucha gente? Poca todavía. Si los que entran escuchan la voz grave (y grabada) de Barral diciendo qué le parece que va a pasar en Calafell, oirán la reliquia de una profecía. Carlos Barral fue un visionario de lo evidente. Y lo dijo así en ese poema, que ahora es un epitafio de su vida y de lo que queda del Calafell que él vio desde aquella silla cuando era un niño: "He enterrado mi infancia". -
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