La fractura de Irán
Las manifestaciones contra el resultado electoral reflejan la enconada lucha de poder que se vive en la cúpula gobernante de un país cuya sociedad ha sido 'militarizada' por el islamismo. EL PAÍS reconstruye las claves de ese enfrentamiento
Las siluetas de las cuatro chicas sobre la terraza parecen sombras de teatro chino. Son muy jóvenes. Pero cualquier atisbo de fragilidad desaparece cuando a eso de las nueve y media de la noche entonan a coro el Allah-u akbar y el Morg dar diktator (Dios es el más grande y Muerte al dictador), como hace 30 años hicieran sus padres para librarse de la tiranía del sha. Enseguida, desde un edificio cercano, una potente voz masculina secundada por las más aflautadas de dos o tres chavales, tal vez un padre y sus hijos, responden repitiendo las consignas. Como si se hubieran puesto de acuerdo en el guión, otros vecinos se van sumando. Por las ventanas de las escaleras iluminadas se aprecian sus siluetas subiendo apresuradas hacia las azoteas. A las diez, no falla, alguien une un trombón a la protesta.
Los "amotinados" son jóvenes, profesionales, artistas, mujeres. No niños ricos, como dicen los de Ahmadineyad
En alguna parte de la cúpula gobernante se alcanzó un consenso para respaldar la candidatura de Musaví
Jamenei ha amparado la revisión del recuento de votos. Pero si se ve en apuros, hay quien cree que mandará disparar
En la oscuridad de Teherán no reconozco a ninguno de esos improvisados cantantes. Sin embargo, los he visto pocos días antes en las caravanas electorales donde el activismo político se unía a las ganas de diversión. Sólo que ya no es un juego. Al cerrarse las urnas el día 12, se terminó el espejismo de libertad en Irán y lo que está en juego, sobre todo para los más jóvenes, es su futuro. Las cintas y los pañuelos verdes que constituían el símbolo del candidato que apoyaron les delatan ahora como "amotinados". De tales les ha calificado un comunicado oficial.
Durante dos semanas, mis vecinos, gente de clase media como la que se encuentra en cualquier ciudad europea, se entusiasmaron con el descafeinado juego democrático que permite la República Islámica. Se movilizaron como nunca para hacer realidad a través de las urnas sus deseos de una sociedad más abierta, más tolerante y que les ofrezca más oportunidades. Contra todo pronóstico, Mir Hosein Musaví, el aspirante en el que habían puesto sus esperanzas, no sólo perdió, sino que quedó humillado por el aplastante triunfo del presidente en ejercicio, Mahmud Ahmadineyad. El 62,63% frente a apenas un 33,75%.
"Las elecciones siempre han suscitado dudas, pero en esta ocasión el fraude y las mentiras rebasan todos los límites. Sentimos que el Gobierno nos ha insultado y humillado. El voto es algo muy personal y el Gobierno lo ha violado. Por eso comparto la sensación de que han dado un golpe de Estado", explica Mehdi en su domicilio cercano a la plaza de Haft-e Tir.
Este músico de 29 años tiene poca pinta de amotinado. A no ser que considere delito la raya verde en el cuello y las mangas de su polo negro. Aún no había nacido cuando se produjo la revolución islámica que cambió su país para siempre. Durante los años de plomo de la guerra con Irak era un niño. Así que creció sin todo el bagaje que arrastran los más mayores y creyendo las promesas de libertad de sus líderes. Como muchos otros de su generación, votó al reformista Mohamed Jatamí e incluso se movilizó en la segunda vuelta de las elecciones de 2005, tras haberse abstenido en la primera por falta de ilusión.
Desde que se anunciaran los resultados electorales, Mehdi ha estado en todas las manifestaciones. Se llevó dos buenos golpes de porra durante la primera protesta espontánea, frente al Ministerio del Interior, el sábado 13, y no esconde que tuvo miedo. Hasta el lunes. "Cuando ese día fui a la plaza de Enghelab y vi la multitud, sentí que no estaba solo y me tranquilicé. Ahora siento responsabilidad y me digo a mí mismo que mi vida no es más valiosa que la de los demás".
El resto de sus amigos opina como él. Y no son niños ricos del norte de Teherán, como pretenden los partidarios de Ahmadineyad. Mehdi comparte un modesto apartamento de una habitación con su madre y un hermano en el centro de la capital. Es una zona de clase media trabajadora, sin ninguna pretensión. Concede que el resultado electoral ha actuado de catalizador para las protestas, pero esa marea humana que sale a la calle cada día desde que se dio a conocer tiene también una larga lista de agravios.
"Es la insatisfacción de cuatro años; la presión económica, cultural y social que hemos sufrido", resume el joven músico. Como decenas de otros entrevistados por este diario durante las últimas semanas, Mehdi menciona la inflación, la policía moral, la falta de espacio para respirar y pensar de forma independiente. "El precio de la vivienda se ha disparado desde que Ahmadineyad llegó al Gobierno; la carne se ha convertido en un artículo de lujo y han aumentado los obstáculos para las actividades culturales". Pero más allá de hechos concretos, muchos iraníes han sentido que les faltaban al respeto.
"A la gente le hierve la sangre cuando el ministro de Cultura, que es un militar sin ningún conocimiento de la materia, llama a los músicos motreb [un término en persa que hace referencia a unos instrumentistas a los que en el siglo XIX se dejaba ciegos para que pudieran tocar en los salones femeninos]", señala. Cita también la imagen que Ahmadineyad ha dado de Irán en el exterior, vivida como una humillación dentro del país.
A estas alturas, con manifestaciones diarias de cientos de miles de personas en Teherán y protestas en las principales ciudades de Irán (que los periodistas no podemos calibrar porque no tenemos libertad para movernos por el país), está claro que el movimiento desencadenado por las sospechas de fraude refleja un malestar mucho más profundo. "Sin duda, ha adquirido una dinámica propia", señala un analista, que, sin embargo, no se atreve a pronosticar su evolución. "Nadie quiere asumir el liderazgo", añade, dando a entender que eso va a limitar su alcance.
Los propios manifestantes son conscientes de ello. "Musaví ha sido una herramienta. Sabemos que es parte del régimen y está hecho de la misma pasta que el resto. Somos conscientes de que no puede superar las líneas rojas", admite Mehdi. Aun así, están dispuestos a darle una oportunidad. "Además de arquitecto, Musaví es un buen pintor y entre los artistas estamos convencidos de que alguien que se pone delante de un lienzo tiene una forma de vivir y de pensar distinta [de los actuales gobernantes]".
Hasta ahora, en las protestas no se ha oído ninguna consigna contra el régimen islámico. La revolución de 1979 está demasiado fresca en el imaginario colectivo para que nadie quiera oír hablar de otra. Los participantes han concentrado sus esfuerzos en denunciar lo que perciben como fraude y reclamar la anulación de las elecciones. Su objetivo es lograr cambios en el sistema, no cambiar el sistema.
Musaví ha sido desde el principio un líder improbable. Poco carismático, era, además, prácticamente un desconocido para la mayoría de la población. El anuncio de que regresaba a la política activa no suscitó ningún furor. Su buena gestión como primer ministro en los tiempos de la guerra con Irak, que su equipo quiso revivir, no decía nada a los dos tercios de los iraníes nacidos después de la revolución. A finales de mayo, antes de que empezara la campaña electoral, nadie daba un duro por su candidatura. Ahmadineyad iba a ganar y la única duda era si lo lograría a la primera o si los otros tres candidatos reunirían suficientes votos para obligarle a ir a una segunda vuelta.
Sin embargo, para el día de los comicios, decenas de miles de personas coreaban su nombre en los mítines y en las explosiones de júbilo nocturnas, en Teherán y en las capitales de provincias. ¿Qué había pasado? Hay varios factores que explican esa transformación. En primer lugar, la decisión de Jatamí de no presentarse finalmente, a pesar de que lo había anunciado. En un gesto del que no se conocen todos los detalles, el ex presidente reformista se retiró en favor de Musaví y le prestó todo su apoyo y el enorme capital de simpatía que aún arrastra consigo.
Hay muchas especulaciones sobre si Jatamí, cuya posibilidad de volver a ganar era grande, sólo anunció su candidatura para negociar las condiciones en las que Musaví iba a entrar en la batalla electoral. Ni lo sabemos ni quizá lo sepamos nunca. Los iraníes recuerdan que durante la etapa en que éste fue primer ministro (un cargo que se suprimió tras su mandato), sus relaciones con el entonces presidente Alí Jamenei fueron tensas. Hoy, Jamenei es el líder supremo y nadie concibe que se pueda concurrir a las elecciones sin su visto bueno. En cualquier caso, el respaldo de Jatamí al conservador moderado Musaví fue un factor decisivo que, si bien dividió a los reformistas (algunos de cuyos ideólogos respaldaron al clérigo Mehdi Karrubí), permitió sumar apoyos dentro de los sectores conservadores menos ultramontanos. Lo que nos lleva al efecto anti-Ahmadineyad.
Tanto durante la campaña como en la jornada de votaciones quedó en evidencia que más allá de las simpatías que despertara Musaví, para una buena parte del electorado se trataba del hombre que podía frenar a Ahmadineyad. Su promesa de poner coto a los desmanes de los cuatro años anteriores le ganó el respaldo de jóvenes, mujeres, artistas, profesionales y clases medias urbanas en general. Se trataba, como declararon numerosos entrevistados, del "candidato menos malo" de los cuatro en liza.
"Musaví nos hará libres", declaraba una chica durante una de las verbenas electorales que se organizaron en las calles de Teherán. "Debo confesar que no sé bien quién es, pero parece el único capaz de vencer a Ahmadineyad", reconocía con la sinceridad de alguien que iba a votar por primera vez.
Pero ese "efecto dominó", como lo describen algunos iraníes, no hubiera sido posible sin un cierto impulso desde arriba. No hay que restar valor al entusiasmo que surgió entre los iraníes. Pero cualquiera que conozca este país sabe que, sin ser una dictadura estalinista, el aparato de seguridad del régimen tiene la capacidad de ahogar cualquier expresión popular que no cuente con el beneplácito de las alturas. En alguna parte de la cúpula gobernante se había llegado a la conclusión de que el populismo del presidente estaba llevando a la República Islámica al borde del abismo y se alcanzó un consenso para respaldar a Musaví. Lo confirmó él mismo cuando dijo que concurría a las elecciones "porque el país está en peligro".
Conviene recordar aquí que en el Irán posrevolucionario existen varios centros de poder y un margen de debate dentro del sistema que para sí quisieran muchos de sus vecinos árabes. Esa coyuntura es la que permitió que se formara la marea verde, que decenas de miles de jóvenes pudieran salir a las calles de Teherán y otras ciudades hasta altas horas de la madrugada a corear el nombre de Musaví; y, más llamativo aún, los debates electorales televisados entre los candidatos.
En uno de esos eventos mediáticos se hizo evidente que el pulso político entre Ahmadineyad y Musaví es en realidad una reedición de la lucha por el control de la República Islámica que desde hace años libran el ayatolá Jamenei y uno de los hombres más poderosos de Irán, el también ayatolá Alí Akbar Hachemí Rafsanyani. El primero detenta la máxima autoridad del país, el cargo de líder supremo de la revolución, que no se alcanza por sufragio directo, sino por designación de la Asamblea de Expertos. Rafsanyani preside ese sanedrín de 86 clérigos, elegidos cada ocho años, que supervisa las actividades del líder y, al menos en teoría, podría destituirle.
La rivalidad entre ambos políticos se remonta a los años ochenta, cuando Jamenei presidía Irán y Rafsanyani, su Parlamento. Entonces, uno y otro se criticaban en público con cierta frecuencia. Ninguno de los dos tenía el rango clerical necesario para suceder al fundador de la República Islámica, el ayatolá Jomeini. Cada uno utilizó su posición para tejer una red de influencias entre bambalinas, pero a la muerte de aquél, en 1989, fue Jamenei el que resultó elevado a la más alta instancia del país. Rafsanyani, por su parte, accedió a la presidencia, un cargo visto por muchos observadores como un premio de consolación para sus ambiciones.
De puertas para afuera, los dirigentes iraníes siempre han mantenido las formas y sus diferencias políticas sólo han llegado al gran público como rumores. Sin embargo, en 2005, cuando Rafsanyani volvió a presentarse a las elecciones presidenciales con 71 años, no quedó ninguna duda. Considerado uno de los hombres más ricos de Irán, estaba claro que no buscaba fortuna. Jamenei no desaprovechó la ocasión para lanzarle una carga de profundidad al declarar que "el próximo presidente, así como los miembros de su familia, deben estar libres de toda sombra de corrupción". Los destacados puestos que ocupaban sus hijos ya despertaban suspicacias. El veterano político perdió las elecciones ante un desconocido Ahmadineyad; un chascarrillo que circula por Teherán asegura que aquél dio al nuevo Gobierno menos de un año de vida.
El presidente no sólo logró completar su mandato, sino que se las arregló, con el respaldo del líder supremo, para consolidar e incluso ampliar de hecho sus poderes. En el camino ha marginado a una parte de la sociedad y a ese grupo de revolucionarios de primera hornada que con el tiempo han aceptado la necesidad de abrir el país, aunque sólo sea para mantener el sistema. Hace apenas dos semanas, ante 40 millones de iraníes que no daban crédito a lo que oían y veían, Ahmadineyad achacó a Musaví estar respaldado por "una mafia" que intentaba impedir su reelección, y acusó de corruptos a Rafsanyani y otros destacados clérigos. Su andanada levantó ampollas.
Era un secreto a voces que Rafsanyani estaba contribuyendo a financiar la costosa campaña electoral de Musaví -estimada entre 21 y 29 millones de euros por un miembro de su equipo-, del mismo modo que Ahmadineyad se beneficiaba para la suya de las estructuras del Estado. Pero, además, en esta ocasión había algo más que octavillas, pósters, banderolas, globos y mensajes de móvil. Desde el color verde elegido como símbolo de la campaña -y que significativamente es el color del islam- hasta la cuidada escenografía de los mítines con la participación, por primera vez en la República Islámica, de la mujer del candidato, todo apuntaba a que un equipo de mercadotecnia electoral trabajaba para conectar con los millones de iraníes que prometieron no volver a votar tras el fiasco del reformismo de Jatamí.
El objetivo de esa apuesta política y personal de Rafsanyani era que el triunfo de Musaví uniera a reformistas y moderados frente a Jamenei. El líder sabía que, en esas circunstancias, Musaví, con quien ya tuvo serias diferencias en sus tiempos de primer ministro (algunas fuentes aseguran que no se hablaban), se sentiría envalentonado para cuestionar su posición en asuntos como la negociación sobre el programa nuclear o las relaciones con Estados Unidos. Sólo así se explica que rompiera las reglas del juego y ensombreciera su papel de árbitro endosando el resultado electoral antes de que lo ratificara el Consejo de Guardianes (el órgano formal de supervisión de los comicios).
Rafsanyani tampoco se ha quedado quieto. Primero, envió una inusual carta abierta al líder pidiéndole que interviniera ante las graves acusaciones lanzadas contra él por Ahmadineyad. Ahora, tras conocer el escrutinio, al parecer busca apoyos entre las grandes figuras del chiismo.
Los siguientes gestos de Jamenei, pidiendo al Consejo que revise seriamente las alegaciones de los derrotados y aclarando que los responsables de los disturbios no son los partidarios de esos candidatos, indican no tanto un paso atrás como un intento de ganar tiempo para encontrar una salida consensuada a la mayor crisis que ha afectado a la República Islámica desde su fundación. No es el único signo. El hecho de que las fuerzas de seguridad estén permitiendo el desafío diario de cientos de miles de personas en la calle o que, a pesar de las restricciones a nuestro trabajo, no se haya expulsado al puñado de periodistas occidentales acreditados en Teherán parecen indicar que al más alto nivel aún se sigue debatiendo qué hacer.
De momento, los intereses del frente apoyado por Rafsanyani coinciden con los de esos iraníes que han desafiado al poder mostrando su descontento en la calle. ¿Qué pasará si la jerarquía llega a una componenda que no satisface sus demandas?
"Igual que nuestra protesta empezó de forma espontánea, su desenlace tampoco es previsible", asegura Mehdi. "Desde la fundación de la República Islámica, los fundamentalistas han creado tensiones, han militarizado la sociedad y hablan de la desaparición de Israel; si esa corriente se impone, cualquier día nos movilizan para otra guerra", explica este músico, que, sin embargo, no duda de que si Jamenei se ve en apuros, no tendrá empacho en ordenar que se dispare. "Aún no han intervenido los pasdaran; en cuanto el líder les dé la orden, se ponen cuatro en cada calle y nadie sale de casa", concluye.
En ese caso, sólo les quedará seguir gritando desde las azoteas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.